Confesión de un Amor Prohibido

Luis Barreda Morán

Confesión de un Amor Prohibido 

La adoré con un fuego que aún perdura en mi ser aunque su vida estaba unida a otro que la amaba también. Ruego por su perdón, pues la falta es solamente mía, yo fui quien encendió la llama de aquel amor prohibido, quien cruzó la línea que no debía ser cruzada.

Después de sentir el suave tacto de su piel bajo la luna, ninguna falta me parece grave, ningún castigo justo, pues haberla deseado fue mi mayor transgresión, y aun así, no me arrepiento de aquel momento sublime, mi boca guarda el dulce sabor de aquel amor profundo.

Ella era como un manantial sereno de aguas tranquilas, si existe una culpa por tener esta sed inmensa, toda la responsabilidad recae sobre mi conciencia, yo fui quien se acercó a beber de su fuente clara, quien se dejó llevar por la corriente de su encanto.

Su espíritu era puro, cristalino, un cántaro vacío, y fui yo quien lo colmó con esta pasión ardiente, este sentimiento que ahora nos ha traído tanto dolor, por lo tanto, toda la falta de este acto me pertenece, yo cargaré con el peso de nuestra condena eterna.

Pero ¿acaso existía manera de resistir su embrujo?, tú la dotaste de la fragancia y el misterio de la flor, la hiciste tan necesaria como la lluvia en la tierra árida, ¿cómo podría yo, un simple hombre, haberme negado?, ¿cómo apartar mis ojos de su luz tan deslumbrante?.

Intenté con todas mis fuerzas alejarme de su presencia, pero fue inútil, como intentar detener el viento con las manos, como pretender que la semilla no crezca en el surco fértil, mi voluntad se quebró ante la fuerza de nuestro destino, y me rendí al hechizo poderoso que nos unió para siempre.

Ella pertenecía a otro hombre, a otro que no la valoraba, y por eso mismo, en sus brazos ajenos, me pertenecía, su corazón latía con un ritmo que solo yo comprendía, su amor verdadero era un tesoro que él nunca supo encontrar, un secreto que solo nosotros dos llegamos a compartir.

Existen bellezas en este mundo que no tienen dueño alguno, como el canto libre de los pájaros en el bosque verde, como el rumor eterno de las olas del mar sobre la arena, y nuestro amor era uno de ellos, salvaje y verdadero, un sentimiento demasiado grande para ser encerrado.

Ella me ofreció su cariño con naturalidad y con gracia, como se entrega el aroma de la rosa al aire de la noche, como se da todo sin pedir nada a cambio, con pureza, dando lo que parecía poco, pero que lo era todo para mí, un regalo que cambió para siempre el rumbo de mi vida.

Una dulce locura nos fue envolviendo paso a paso, ninguno de los dos es culpable de lo que sucedió después, no hay falta en ella, que solo siguió los dictados del alma, no hay falta en mí, que solo respondí a un llamado genuino, la culpa es del amor mismo, si es que el amar es un delito.

Si existe una falta, es por haber sido ella tan maravillosa, por ser tan tierna, tan luminosa, tan perfecta en su esencia, habría sido un error mucho más grave no haberla amado, haber rechazado tanta belleza hubiera sido imperdonable, por eso pido clemencia por este corazón que no pudo evitarlo.

Porque tú que lees, si hubieras visto una criatura de tan sublime hermosura, con el brillo de la perla y la suavidad del terciopelo, tú, que has escuchado el gemido de todo aquel que sufre en silencio, también te hubieras rendido, como yo, ante su mirada sincera; cualquier hombre en la tierra, al verla caminar, habría entendido mi entrega.

—Luis Barreda/LAB

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