La literatura es un río inmenso donde confluyen todas las aguas: las claras y las turbias, las dulces y las saladas. Sin embargo, todavía hay quienes pretenden ponerle compuertas a ese río, filtrar su caudal según la política del autor, sus afectos íntimos o sus hábitos personales. Esa práctica es irracional, mezquina y profundamente ignorante. Juzgar a un escritor por sus creencias, por su orientación o por sus sombras es como pretender medir el infinito con una regla de bolsillo.
¿Deberíamos renegar de Pablo Neruda por sus banderas políticas y no por la hondura de sus Veinte poemas de amor? Y para quien no lo sepa, era comunista. ¿O rechazar a Gabriel García Márquez porque sus amistades incomodaban, olvidando que nos regaló Macondo, un universo que ya forma parte del corazón humano? Un socialista que se fue de Colombia insultado por sus propios paisanos y varias veces exiliado. Eso sería como romper un diamante porque no nos gusta la mina de donde salió. La obra es la joya; las ideas, apenas el barro que la rodea.
Del mismo modo, despreciar a García Lorca por su homosexualidad, sería clavar otra vez las balas que lo asesinaron. Condenar a Gabriela Mistral por los afectos que ocultó en vida, sería arrancar de la tierra los lirios de su ternura. Ignorar a James Baldwin o Reinaldo Arenas por ser quienes eran, sería cerrarle la puerta al fuego que encendieron en la palabra. Y aún más absurdo sería pretender que la orientación de Miguel Ángel reduce el valor de la Capilla Sixtina, o que el alcoholismo de Bukowski invalida la crudeza luminosa de su poesía, o que las excentricidades de Nietzsche anulan la revolución de su pensamiento.
En esta vida, nadie puede escupir hacia arriba sin que la saliva le caiga en el rostro. El que discrimina en la literatura no solo escupe contra el cielo del arte: se condena a sí mismo a la sequía del espíritu. Porque el prejuicio no revela superioridad, sino miedo. Y quien entra a un espacio de libros buscando etiquetas para excluir, está en el lugar equivocado. No vino por literatura, vino a esconder la fragilidad de sus propios temores, a cubrir con máscaras sus inseguridades, a disfrazar su miedo de juicio moral.
La discriminación fue abolida por las leyes y condenada por la historia porque es un hábito corrosivo, una lepra del alma que mata todo lo que toca. En la literatura ese mal hábito resulta doblemente absurdo: aquí hemos venido a leer, a pensar, a sentir. No a preguntar por banderas, credos o colores de piel. No a dictar sentencias sobre lo íntimo, sino a abrir ventanas hacia lo universal.
El arte no es un tribunal: es un puente. No es una frontera: es un horizonte. El que no lo entienda, que busque otro sitio. Porque aquí, en el territorio de la palabra, no hay lugar para el dedo acusador, ni para la mirada que encierra. Aquí nos convoca la literatura, y la literatura, como el sol, alumbra a todos por igual.
Quien juzga la obra por la vida privada del autor no es lector, es carcelero; no es amante de la palabra, es verdugo de sí mismo. La literatura no pide pasaporte político, ni confesión religiosa, ni historial íntimo: pide sensibilidad, pide inteligencia, pide corazón. Y si alguien viene aquí a medir poetas con prejuicios, que se mire en el espejo: quizás no esté viendo un juez, sino el rostro desnudo de su propia ignorancia.
JUSTO ALDÚ
Panameño
-
Autor:
JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 3 de septiembre de 2025 a las 00:12
- Categoría: Reflexión
- Lecturas: 5
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.