La princesa que fue caballero

kirkland

Nació bajo un cielo que ya la condenaba. El reino esperaba un heredero, un príncipe que tomara la espada y la corona, que levantara murallas y que dictara el rumbo de la sangre. Pero fue mujer la que brotó de aquel vientre real, y con ello vino también el secreto, la negación, la impostura. Para sobrevivir en un mundo que no concebía la ternura como fuerza ni la dulzura como estandarte, debió vestir de hierro. Le dieron un nombre de hombre, le enseñaron el arte de la guerra y, desde su primera infancia, la arrancaron del espejo donde podría haberse mirado como niña.

 

La princesa caballero no conoció muñecas, conoció espadas. No aprendió canciones de cuna, aprendió los gritos de la tropa. Su cabello fue cortado como si el brillo dorado de su feminidad pudiera delatarla ante todos, y su pecho fue oculto bajo placas de acero que no solo cubrían su cuerpo, sino también su verdad más íntima.

 

En las noches, cuando la corte dormía, se quitaba el yelmo y dejaba que su rostro respirara. Miraba la luna y allí, bajo esa luz blanca y fría, se sentía por fin mujer, aunque solo en silencio. Sus manos temblaban al acariciar su propio reflejo en el agua, como si tocara a una desconocida que vivía atrapada dentro de ella. Esa otra, la verdadera, lloraba por no poder mostrarse jamás.

 

Batalló contra ejércitos y los derrotó con la fiereza de un general. Fue temida por enemigos y aclamada por su pueblo, pero ni una sola vez fue amada como mujer. En cada victoria sentía el peso de su derrota personal: todos celebraban al caballero, ninguno veía a la princesa que ardía en sus entrañas.

 

En secreto, su corazón conoció el amor. Fue por un joven que nunca supo quién era ella en realidad. Lo veía a lo lejos, lo escuchaba hablar de flores, de poesía, de la belleza de lo femenino, y en cada palabra era como si una daga se hundiera en su pecho. Hubiera dado su reino por una sola caricia suya, pero él veía un hermano de armas, no la mujer que, en silencio, lo amaba. Y así, ocultó su deseo igual que ocultaba sus senos bajo la coraza.

 

La princesa caballero vivía dividida. En el campo de batalla era un dios de hierro, en sus pensamientos era una prisionera de seda. Nadie sospechaba, porque el mundo no estaba listo para verla como lo que era: una reina con la fuerza de un guerrero, una mujer con la entereza de mil soldados.

 

Pero cada máscara pesa, y la suya era una losa de hierro. El tiempo comenzó a devorarla, y el secreto, que había sido su escudo, se convirtió en una cárcel. Se preguntaba si algún día podría despojarse de la armadura y caminar entre jardines con vestido y no con espada; si algún día podría llorar sin ser juzgada débil, reír sin ser reprendida, amar sin ser prohibida.

 

Era, en esencia, un alma partida en dos. El mundo la veneraba como caballero, pero su ser entero anhelaba ser mujer. Y en esa contradicción vivió, como viven los que saben que su destino es imposible de cambiar, como viven los que aman desde la sombra y combaten desde la mentira.

 

Y sin embargo, aunque nunca pudo mostrar su feminidad, la princesa caballero dejó un legado más poderoso que mil batallas: demostró que la fuerza no tiene género, que el amor no necesita máscaras, que la feminidad, aunque oculta, nunca muere, porque late en cada lágrima reprimida, en cada suspiro callado, en cada sueño donde la mujer que era se veía libre, corriendo entre flores sin hierro que la encadenara.

 

Su vida fue un sacrificio. Fue reina sin corona y mujer sin rostro. Pero en lo más profundo de sí misma, allí donde ni las murallas ni las armaduras podían llegar, ardía la verdad: siempre fue princesa, aunque la obligaran a ser caballero.

  • Autor: Maggie\'s (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 2 de septiembre de 2025 a las 11:07
  • Comentario del autor sobre el poema: Una bonita historia, llena de muchas aventuras, y de redención por parte de la protagonista, espero les guste mi historia, inspirada en la princesa caballero.
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 4
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