El viento de los Alpes no era solo aire: era un susurro que acariciaba las mejillas de Heidi, como si la montaña misma la reconociera entre millones. Subía y bajaba las praderas con la agilidad de un cervatillo, dejando que el eco de su risa despertara al valle entero. Los pinos, erguidos y solemnes, inclinaban sus ramas al paso de la niña, como si quisieran bendecirla.
Heidi no caminaba, flotaba. Sus pies descalzos conocían cada piedra, cada hilo de hierba, como si hubiesen nacido con ella. Miraba al cielo y lo sentía suyo, un cielo abierto que jamás se negaba a escuchar sus preguntas. En sus ojos grandes cabía el mundo: la inocencia, la ternura, la curiosidad y también ese dolor secreto de saberse pequeña en un universo demasiado ancho.
El abuelo la miraba desde lejos, duro como las montañas, pero en el fondo sabía que Heidi era su milagro. En cada palabra suya, en cada gesto ingenuo, le devolvía la juventud que creía perdida. Ella, sin darse cuenta, era el puente entre el hombre endurecido y el paisaje que se negaba a morir.
Los Alpes la moldeaban. Cada amanecer en la cima era un llamado a su corazón, que aprendía a latir al ritmo de las águilas y de las flores que se abrían al sol. En la soledad de esas alturas, Heidi descubría que no era soledad lo que la rodeaba, sino compañía antigua: las montañas eran su refugio, los pastos su lecho, las cabras sus confidentes.
Había en ella una sabiduría que no cabía en los años de una niña. Sabía de la belleza de lo simple, del valor de un vaso de leche tibia, del misterio de las nubes que pasan y de cómo el viento puede ser madre y padre a la vez. En el fondo de su risa se escondía la certeza de que todo amor verdadero nace primero de la tierra, y luego, como ella, se alza libre hacia el cielo.
Heidi, pequeña como un brote, era en verdad tan grande como la montaña. Y los Alpes, eternos y silenciosos, llevaban en sus entrañas el secreto de su voz.
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