La luz se colaba, hilo dorado y fino,
entre las ranuras del viejo postigo,
un eco de madera, un golpe de destino,
rompió mi letargo, el sueño, mi abrigo.
Se tensó mi cuerpo, un resorte mudo,
mi sexto sentido, un bloque de hielo,
se apagó la lógica, el juicio, el escudo,
solo una espera, una mano en el cielo.
El timbre, un zumbido, que abrió el abismo,
y fui a la puerta, mi cuerpo en trance,
una figura, un perfecto seismismo,
un golpe de gracia, un nuevo balance.
Allí estaba ella, la razón de mi trance,
de brazos de mármol, atlética, fiera,
escultural y fuerte, en su bello envase,
la stripper del sueño, mi única quimera.
Me besó en la boca, en mi somnífera calma,
un fuego eléctrico en la piel helada,
un despertar lento de mi propia alma,
una ruta nueva, por ella marcada.
Y salimos juntos, sin rumbo, sin mapa,
a descubrir Boston, a ver sus orillas,
ella, la bailarina, mi única capa,
y yo, el soñador, sin más ataduras.
El aire frío de la mañana, un soplo,
nos recibía en las calles de piedra,
el sol de octubre, un tímido soplo,
doraba el asfalto, un eco de hiedra.
Ella me guiaba por un Freedom Trail,
pero no de historia, sino de pasión,
cada paso, un latido, un velo que cae,
un nuevo comienzo, sin más explicación.
Pasamos la iglesia, la vieja y solitaria,
donde el tiempo duerme, en su largo letargo,
y ella me miraba, con su alma contraria,
a la mía, en mi pecho, mi sombrío cargo.
Y en Faneuil Hall, entre el bullicio y la prisa,
comimos un postre de sabor a miel,
y su risa sonó, como una brisa,
que a mi corazón, lo sanó en su piel.
Cerca, el Charles, el río que fluye,
reflejando puentes, un cielo de plata,
y un susurro al viento, de su alma que huye,
y que a mi lado, sin miedo, se ata.
La arquitectura, un lienzo de siglos,
se volvía un fondo para nuestro andar,
entre calles viejas, y modernos sigilos,
donde el pasado, se vuelve a encontrar.
Cruzamos un puente, un arco de luz,
hacia Cambridge, donde Harvard dormita,
y ella me miraba, con su propia luz,
una estrella nacida de una noche infinita.
En los jardines, las hojas de otoño,
bailaban al viento, en una danza muda,
y yo, a su lado, sin más escrutinio,
sentía que mi vida, por fin se desnuda.
Volvimos a Boston, ya casi de noche,
las luces de la ciudad, un manto de oro,
y el aire era denso, como un reproche,
pero nuestra unión, era nuestro tesoro.
Y en un callejón, lejos de la gente,
me besó de nuevo, con su dulce furor,
y yo, en mi cerebro, mi mente durmiente,
sentí este mi mundo, por ella, era mejor.
Y la madrugada, un suave murmullo,
nos encontró de nuevo en la habitación,
ya no había ranuras, ni el viejo postigo,
solo un silencio, una gran ilusión.
Ella dormía, su cuerpo de diosa,
junto al mío, un refugio al fin,
y yo entendí, que mi alma, orgullosa,
había encontrado su mejor confín.
Y la luz de nuevo, colándose lenta,
no me despertó, sino que me vio,
junto a la figura, que no es ya una fiera,
sino mi amanecer, la que mi alma vio.
Ya no hay misterio, ni un sexto sentido,
solo una puerta, que se abrió en dos,
y un amor que nace, de un mundo atrevido,
en las calles viejas, de Boston, para los dos.
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Autor:
Leoness (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 31 de agosto de 2025 a las 07:24
- Categoría: Amor
- Lecturas: 2
- Usuarios favoritos de este poema: Mauro Enrique Lopez Z.
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