Inercia

edgardo vilches

El tiempo late,
más allá de los algoritmos
instalados por esta civilización
de la memoria rota.

Silencios del algebra,
reprimidos por horas extras,
golpean los “no me olvides”
que naufragan en un mar sin sonido.

Una campana gotea señales
desde la cúpula del planeta,
marcan la tangente del olvido.

Segundos exactos
se cobijan en la proa del alma,
huyendo del viento,
del vacío existencial
y de los fantasmas que nadie nombra.

Las miradas flotan suspendidas
en el aire inmóvil,
fotografiando
la inmensidad del ser
como si aún quedara algo que salvar.

Un haz de luz,
cruza el horizonte,
se lleva el firmamento
en las horas cruciales del crepúsculo.

En una playa estelar
gotea el tiempo en un reloj de arena,
en un rincón imaginario
del fin del universo.

Allí, en el infinito,
se escribe lo que fue:
aquello que no volverá,
lo pretérito de la vida.

Los sentidos naufragan,
las tristezas tiemblan,
las partidas se alejan,
y los relojes lloran,
sin ningún motivo.

El tiempo se pierde en la tarde,
cuando la muerte cosecha sus muertos:
los que ya no tienen historia,
los que resuenan
en el eco de lo que no fue.

Y entre esos silencios,
una sola definición brota:
no hay redención
en el lenguaje del tiempo.

Pero aún así,
dos versos insistentes
no dejan huella
en el reloj del mundo,
sin embargo,
su luz
nos sigue
para siempre.

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