Las antorchas temblaban en los muros húmedos del calabozo, proyectando sombras que parecían moverse por voluntad propia. Cada piedra estaba grabada con runas olvidadas, un lenguaje que crujía bajo los pasos de quienes osaban adentrarse en la oscuridad. El aire olía a hierro y a humedad, y un eco profundo devolvía los latidos de los corazones con un retardo cruel, como si los muros se burlaran de los vivos.
El guerrero apretó su espada, que reflejaba la luz débil de la antorcha como un ojo vigilante. Tras él, la maga murmuraba encantamientos que chispeaban en sus dedos, mientras el ladrón deslizaba las manos por las paredes, buscando trampas invisibles y puertas secretas. Cada paso era un cálculo de riesgo, cada sombra podía albergar una serpiente, un espectro o un dragón dormido.
En el corazón del calabozo, el aire se volvió denso, casi sólido. La runa central de la cámara brillaba con un azul profundo, un portal que prometía poder, tesoros y muerte. El dragón, inmenso y anciano, respiraba con calma, su aliento un humo que olía a antiguos secretos. Sus ojos eran gemas que podían leer la verdad del alma: ningún engaño, ninguna mentira sobrevivía ante su mirada.
El ladrón contuvo la respiración. La maga cerró los ojos y dejó que la magia fluyera por sus venas, sintiendo la conexión con los elementos y con la historia del mundo que se grababa en aquel lugar. El guerrero avanzó un paso más, su espada rozando el suelo, consciente de que aquel instante decidiría no solo su destino, sino el de todos los que lo acompañaban.
Y entonces, como si el tiempo mismo se doblara sobre sí, el dragón habló. Su voz era roca y río, viento y fuego: “Aquí se mide la verdad de los hombres. El valor no es el que alardean, sino el que se sostiene cuando la oscuridad lo cubre todo.”
El calabozo no era solo un lugar; era un espejo. Cada corredor, cada sala, cada sombra devolvía al viajero lo que llevaba dentro: ambición, miedo, codicia, lealtad. Y los héroes comprendieron que no se trataba de saquear tesoros ni matar monstruos, sino de enfrentar aquello que los consumía por dentro, antes de que los consumiera el mundo.
El dragón se acomodó sobre un lecho de oro y polvo. Los héroes, aún temblando, comprendieron que el verdadero desafío no estaba en la espada ni en la magia, sino en el coraje de mirar la propia sombra. Y en ese silencio, roto solo por el eco de sus propios pasos, supieron que algunos calabozos nunca terminan… y algunos dragones nunca mueren.
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Autor:
Maggie\'s (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 26 de agosto de 2025 a las 12:07
- Comentario del autor sobre el poema: Inspirado en calabozos y dragones.
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 4
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