Ahora bien, en vista de la evidencia, los cientificistas pensaron que una posible solución pasaba porque la población urbanita mantuviera relaciones estrictamente interparentales, de tal suerte que se estimó un indice de probabilidades del cincuenta por ciento de que las células y demás animalúculos se reconocieran por afinidad con las de su extirpe. Enarbolando esta tesis y para evitar confusiones, se dictó un decreto ley consentido y apoyado por la censura moral luminática donde quedaba abolido todo concepto que propusiera contranatural el contacto carnal entre parientes cercanos o directos, siendo, en cambio, por el contrario,amoral, antiético; acto adúltero, réprobo y nefando toda relación sexual fuera del círculo familiar (con riesgo de fertilidad, se sobrentiende).
Ésta fue la causa de que la descendencia de aquellos urbanitas, ya sea por el bien de la pureza o desinfección —y a éstos los han sucedido ya al menos tres generaciones; si no llevo mal la cuenta—, padecieran un defecto congénito como consecuencia: un decaimiento cognitivo tendente a la idiocia crónica en prácticamente todos los individuos. Ahora, eso sí: ningún «engendro».
En un primer momento la cienctificidad exaltó la voluntad de sacrificio de la urbanidad con cuya colaboración cívica se había logrado contener la plaga. Pero, acto seguido, habida cuenta de los desastrosos resultados, publicaron un edicto desdiciendo al anterior y propugnando leyes radicalmente antagónicas respecto de la primera medida de emergencia. Lo que ocurrió fue que los urbanitas encontraron varias ventajas en las nuevas condiciones y se habían acomodado. Y no fue tarea fácil para los lumináticos o el mecanismo habitual en los medios de formalización o los nuevos postulados cientificistas en tono alarmista volver a reeducarlos. A la póster, éstos, los ciudadanos urbanitas del mundo ilustrado, alegaban que si las altísimas familias venían de tiempos inmemoriales relacionándose entre parientes para mantener sus heredades por qué ellos no podían. Pero aquí las altezas elevaron la voz reprochando que la bajeza se quisiera atribuir derechos divinos exclusivos de la realeza que son los guías y garantes del orden, siendo sus privilegios por designación de la divinidad. Y yo no lo dudo, pues tan flacos, pálidos y ausentes los he visto que diríase que son auténticos espectros.
De todas maneras, a mí, al menos, ya me habían olvidado. Dejaron de acudir a lo que otrora fue el centro logístico de emergencia para la salvación de la humanidad y aquello se convirtió en un cuarto abandonado de luces parpadeantes, goteras y olores de los animales que iban desapareciendo en manojos de pelos y plumas dentro de las jaulas. El mono me caía bien, me hacía compañía, hasta que un día se mordió la pierna encadenada arrancándosela y huyó por el conducto de aire acondicionado. Yo no: no tenía adonde ir. De vez en cuando alguien dejaba allí sacos de pienso y cajas de galletas y habían varios bebederos, así que sobrevivía en aquel oasis de tranquilidad intentando no llamar la atención. Un día pasó un señor de mantenimiento que al verme me cogió en brazos y me habló con cariño. Me acercó a su cara haciéndome muecas y yo, sin saber cómo reaccionar a aquel gesto de ternura, en un intento de compartir el momento, hinqué los dientes en su protuberancia más expuesta: la nariz. Como me pareció entusiasmado gritando y alzándome y dando vueltas pues yo me divertía y apretaba con más fuerza hasta que, de repente, se paró, se sentó en el suelo sollozando y yo fui perdiendo el interés por aburrimiento hasta que noté un líquido salado y tibio y sin saber por qué comencé a chuparlo… pero poco más puedo decir puesto que el señor al verse libre me agarró en volandas y me embutió, propiamente dicho, en una jaula donde antes hubo un hámster y con maña y fuerza logró introducirme hasta que los alambres cedieron adaptándose a mi volumen sin tener claro dónde quedaba mi cabeza o alguno de mis miembros. Me llevó con él al hospital y puso la jaula sobre el mostrador mientra me señalaba ante la enfermera diciéndole que «la fiera» lo había atacado intentando chuparle la sangre. La señora me miraba a los ojos, miraba la hemorragia, volvió a mirarme y sus ojos se quedaron en blanco y cayó al suelo en tirabuzón. Vinieron un equipo de sanitarios y se llevaron en camilla a la enfermera y otro equipo llevaba del brazo al señor, mientras que al amasijo de mí me dejaron sobre el mostrador.
Fuera de mi campo visual...
(continuará)
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Autor:
liocardo (
Offline)
- Publicado: 24 de agosto de 2025 a las 08:34
- Comentario del autor sobre el poema: vamos a la par :)
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 5
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