Nadie supo nunca qué ocurrió con aquella joven del siglo XXI, la brillante estudiante Marie, que, tras recibir su título de Medicina en La Sorbona con el grado Magna Cum Laude, fuera agasajada con un brindis extraño. El vaso, alto y cristalino, contenía un brebaje de aroma inquietante. Lo último que se vio fue su sonrisa tímida antes de llevarlo a los labios.
Aquella vez la familia denunció su desaparición. La policía halló únicamente el vaso con restos de una sustancia desconocida que, analizada en laboratorios forenses, no correspondía a nada registrado. El campus entero fue interrogado, cámaras revisadas, pero ninguna imagen mostró su partida. Era como si se hubiera desvanecido en el aire.
La Interpol emitió alertas internacionales, circularon hipótesis de rapto, de trata, de fuga voluntaria; sin embargo, nada encajaba. Pasaron meses, luego años, su rostro permaneció en periódicos y carteles de búsqueda que el viento despegaba de postes y paredes. Nunca se halló cuerpo, ni responsables, ni explicación. Sus detractoras, Sara y Estela fueron interrogadas, pero el silencio era hermético.
Solo quedó el misterio de aquel vaso vacío, como un oráculo envenenado.
Y mientras los hombres discutían sin respuestas, el cielo no quedó indiferente y ya había escrito otro destino para su alma.
En 1431, fecha a la que había sido enviada y acusada de hechicera, después que las llamas habían consumido los cuerpos de Juana y Marie. Se abrió un debate en lo alto, donde las almas ascienden a rendir cuentas. Santos y mártires de la historia se reunieron ante el trono de Dios. Entre ellos estaba Juana de Arco, luminosa en su armadura de fuego purificado. Con ella, dos santos varones cuya fe había sido probada en vida: uno que había enfrentado el hambre de los pobres y otro que había consolado a los enfermos.
—Señor —dijo Juana—, esta mujer murió como yo, acusada injustamente, víctima de la envidia y de la ignorancia. Su labor en la tierra aún no ha terminado.
El otro santo añadió:
—Si la ciencia es don tuyo, ¿por qué permitir que el odio la silencie?
Entonces, en un murmullo dulce y firme, se alzó la voz de la Virgen María:
—Hijo mío, -ella fue hija de la sabiduría. Permitió que la luz de tu creación brillara en tiempos oscuros. Déjala volver, no como castigo, sino como esperanza. El mundo necesita almas así.
Dios guardó silencio. El universo pareció detener su pulso. Finalmente, con un gesto de justicia eterna, habló:
—Sea entonces. Le daré otra oportunidad entre los hombres. Pero esta vez no nacerá entre lujos ni casas de fábula, sino en humildad, para que su grandeza no sea confundida con privilegio.
Y así se obró el milagro. En Varsovia, bajo la ocupación rusa, en el año 1867, nació en el hogar de los Skłodowska una niña a la que llamaron Marie, era la menor de cinco hermanos.
No recordaba conscientemente el fuego ni la hoguera, pero en su alma ardía la misma pasión por salvar, por comprender, por alumbrar el misterio. Creció entre privaciones, pues como mujer no pudo ingresar en instituciones de educación superior en su tierra natal. Pero el destino, como un río que reconoce su cauce, la llevó nuevamente a la Sorbona de París, aquella misma cuna de saber donde, siglos “después” (siglo XXI), “otra” Marie habría iniciado su camino.
Allí, sin saberlo, cumplió su segunda, mejor dicho, su tercera vida. Ya no con bisturís ni partos, sino con fórmulas, minerales y radiaciones invisibles. Conoció a grandes investigadores como Henri Becquerel, se casó con Pierre, juntos compartieron la pasión del descubrimiento.
Recordando en silencio a Polonia, su patria siempre herida, bautizó con amor su primer hallazgo: El Polonio. Fue pionera, luchadora, pero igualmente señalada por ser mujer. La envidia volvió a acecharla, la discriminación intentó opacarla, pero su espíritu ya había sido templado en hogueras y resurrecciones. Cuando quisieron negarle su primer Premio Nobel por su género, Pierre, su esposo quien también lo ganó, se negó a recibirlo si no era en conjunto con ella. Así, el mundo no pudo sino inclinarse.
Marie, la doctora envidiada y luego quemada en silencio, había renacido como Marie Curie, pionera y eterna.
Marie brilló tanto que obtuvo dos galardones: el Nobel de Física en 1903 y el Nobel de Química en 1911, siendo la primera persona en la historia en alcanzar tal hazaña en campos distintos.
Su investigación abrió el camino a la radioterapia contra el cáncer. Su vida, marcada por sacrificio, terminó en 1934, víctima de la misma radiación que había estudiado. Pero su nombre, inmortalizado por la ciencia y la memoria, quedó como legado eterno.
Y así, aquella joven desaparecida en el presente, condenada como hechicera en 1431, traicionada por la envidia, se transformó siglos después en una mujer que iluminó al mundo con una luz más poderosa que el fuego de las hogueras: la luz de la ciencia.
En lo alto del Reino eterno, Juana de Arco observaba el mundo de los mortales. Sus ojos de guerrera, que habían visto hogueras y traiciones, se humedecieron de júbilo cuando le dieron el segundo nobel. Solo aguardaba su alma.
Frente a ella, como una llama que nunca se apaga, estaba el destino cumplido de aquella joven a la que una vez acompañó en la hoguera: Marie..., Marie Curie.
No más cadenas, no más gritos de inquisidores, no más llamas devorando cuerpos inocentes. Ahora, el fuego era distinto: era el fuego del descubrimiento, el resplandor de los elementos que dormían ocultos en la piedra y que ella, con manos pacientes, había despertado.
—¿Ves, hermana? —susurró Juana al viento eterno—. No venció la hoguera, no venció la envidia. Hoy el mundo entero pronuncia tu nombre como se pronuncia la verdad.
La Virgen María, sonriente, se acercó y acarició con su manto el recuerdo de ambas.
—Las llamaron brujas, pero eran antorchas —dijo—. Ahora, Juana, tu espada sigue brillando en la historia, y Marie enciende otra batalla: la de la ciencia contra la ignorancia.
Los ángeles entonaron un canto suave, y en la tierra, entre laboratorios y bibliotecas, entre enfermos curados y jóvenes soñando, el eco de ese canto seguía vivo.
Y Juana, mirando la tierra, pronunció con orgullo:
—La justicia de Dios no siempre es inmediata, pero siempre es perfecta.
Entonces, sobre el firmamento, dos nombres ardieron juntos como estrellas gemelas:
Juana de Arco y Marie Curie.
Mártires distintas, inmortales iguales.
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Autor:
JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (
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- Publicado: 23 de agosto de 2025 a las 00:12
- Categoría: Sin clasificar
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- Usuarios favoritos de este poema: William26🫶, WandaAngel, Salvador Santoyo Sánchez, Lualpri, alicia perez hernandez, Scarlett-Oru
Comentarios2
Entonces, sobre el firmamento, dos nombres ardieron juntos como estrellas gemelas:
Juana de Arco y Marie Curie.
Mártires distintas, inmortales iguales.
Bueno amigo Justo...
Larguito pero muy bueno.
Felicitaciones.
Un abrazo y muy buen fin de semana.
Excelente trabajo, que de manera singular resalta la importancia y e inteligencia de la mujer.
Vaya mi aplauso a su obra, estimado poeta amigo Justo Aldú 🙋♂️👍🤝
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