No quería escribirte un poema,
porque si surges dentro de un verso,
es un adiós que te brinda mi alma.
Sin embargo, tu silencio de semanas,
tras tus besos,
tus gestos de niño bueno,
la manera seductora de tu tacto,
tu acento murciano, tus manías,
y tu murmullo ocasional
me hicieron creer
que en esa banca,
en medio de la oscuridad,
estaba hallando el tesoro perdido que dejó Daniel.
Pero solo fueron besos efímeros,
sudor y saliva,
tu tacto tan candente,
tu desesperación,
cada movimiento de tu lengua
me humedecía infernalmente la entrepierna.
Hace tanto que no se me escapaban un par de gemidos.
Tu virilidad,
tu nerviosismo,
y a la vez tu seguridad
me empaparon el cuerpo de pasión;
el corazón, sin tregua.
Te he pensado todos estos días,
te deseo a diario;
no tengo ni puta idea de qué pasó.
Tengo celos de esa amante imaginaria que te arrebató.
Me gusta tu mirada perdida,
tu pensamiento distinto y lejano,
tu sonrisa,
tu rostro que emana olvido y dolor por algún motivo.
Tu pecho fue mi refugio por unos segundos.
La noche y el gato deambulando
fueron testigos de mis instintos de mujer.
Tengo miedo de haberte perdido para siempre.
Me atormenta el terror
de que el amor se aleje tan rápido de mí.
Huye despavorido,
acaso ¿no merezco amor?
Yo quiero caricias, explosión y angustia.
Me encanta tu nombre de tan pocas sílabas,
la manera en que llevas la comida a tu boca,
tu voz cuando intenta ser cautivadora.
Serás de otra,
a otra besarás en nuestra banca.
Te escribo esto que no sé qué es
entrego al silencio tu destino elegido.
En resignación vuelvo al desamor.
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