El mundo siempre creyó que la justicia era una balanza, una figura ciega que medía culpas y virtudes, como si los hombres fueran simples granos de arena cayendo en la misma vasija. Pero para él, la justicia era otra cosa: era tinta, era papel, era la caligrafía del abismo.
El cuaderno apareció como aparecen las maldiciones antiguas: silencioso, trivial, tan frágil que parecía inofensivo, nadie sospecharía que dentro de aquellas páginas vivía un dios, o peor aún, un demonio que no dictaba sentencias, sino que obedecía sin juicio alguno. Él lo abrió como quien abre un libro de escuela, al primer contacto, la piel le ardió con una sensación extraña, entre miedo y fascinación. Fue entonces cuando entendió: el poder absoluto no se manifiesta con truenos, sino con letras minúsculas trazadas en penumbras.
Cada nombre escrito era un sacrificio.
Cada trazo, una cuerda invisible cerrándose en torno al cuello de un desconocido.
Él escribía con la solemnidad de un sacerdote y la frialdad de un verdugo.
Y lo más terrible no era la muerte en sí, sino el silencio que dejaba atrás.
Un silencio tan pulcro, tan perfecto, que hacía pensar que nada había ocurrido.
Al principio lo llamó justicia. “Estoy limpiando la tierra de su podredumbre”, se decía, con el gesto sereno de quien se lava las manos después de degollar un cordero. Pero en lo más profundo de su mirada había algo distinto: no el sacrificio, sino la adicción. Era un artesano del fin, un calígrafo de tumbas. El poder comenzó a corromperlo lentamente, como lo hace el veneno dulce, no había límite, no había pausa: solo la certeza de que un trazo más lo acercaba a la divinidad, ya no eran criminales, ya no eran monstruos: eran cualquiera que interfiriera en su camino, cualquiera que osara mirarlo con ojos de sospecha, en su mente, la humanidad se dividía en dos especies: los que respiraban por su voluntad y los que podían dejar de hacerlo en cualquier instante.
La muerte, esa vieja burlona, lo observaba complacida, se escondía detrás de cada línea escrita, se reía con cada súplica callada, la muerte sabía que no era él quien la dominaba: era ella quien lo había atrapado, lo había vuelto su escriba, su secretario, su poeta oscuro. Pero nadie es eterno en el reino de los hombres, ni siquiera aquel que se cree dios con un cuaderno en las manos, porque la justicia no es más que un espejo astillado: devuelve la mirada, pero siempre hiere al que se atreve a sostenerlo demasiado tiempo, y así, un día cualquiera, el verdugo encontró su propio nombre escrito, no lo puso él, no lo quiso aceptar, pero estaba allí, escrito con una caligrafía más fina, más cruel, más irónica que la suya.
Murió no como un dios, sino como un hombre, y el reflejo de su risa quedó atrapado en las páginas, junto con miles de nombres que jamás supieron que fueron víctimas de un delirio disfrazado de justicia. Y el cuaderno… el cuaderno siguió esperando, como esperan las sombras detrás de cada lámpara.
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Autor:
Maggie\'s (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 21 de agosto de 2025 a las 14:29
- Comentario del autor sobre el poema: Inspirado en anime "Death Note"
- Categoría: Fantástico
- Lecturas: 13
- Usuarios favoritos de este poema: pasaba, Santiago Alboherna, Mauro Enrique Lopez Z., EmilianoDR
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