EL ÁGUILA QUE VEÍA EL FUTURO.

JUSTO ALDÚ



En la espesura de la selva del Darién, en Panamá, donde los ríos serpentean como cintas de jade y los volcanes dormidos guardan secretos que ni el tiempo osa despertar, habitaba un ave tan antigua que olvidaba la memoria de los hombres. Era un águila arpía de plumas negras con matices dorados que brillaban al amanecer y al ocaso, y por alguna magia que el mundo moderno no comprendía, nunca moría.

Su nombre nadie lo conocía, pero su canto era un murmullo cargado de historia, un susurro que llevaba los ecos de pueblos desaparecidos y de volcanes que una vez rugieron como dioses. Aprendió a hablar en lenguas olvidadas y en español, pues los días y las noches le otorgaban paciencia y sabiduría infinita.

Guainipú, el indio guaymí y cacique de su tribu, era el único que había escuchado sus palabras. Una tarde, mientras el sol se fundía con la luna en un abrazo imposible, el ave descendió entre las ramas de guayacán, y su mirada de fuego lo atravesó como si leyera la médula de su alma.

—Hijo del maíz y del jaguar —susurró el ave—, nací un día en que el sol y la luna se abrazaron en el cielo (durante un eclipse). Ellos me dieron inmortalidad y la visión de lo que será. 

Guainipú inclinó la cabeza y guardó silencio. Sabía que lo que escuchara debía permanecer en secreto, pues la selva tenía oídos, y el tiempo no perdonaba a los imprudentes. 

—El hombre blanco abrirá la selva —continuó el ave—. Derribará árboles, rasgará caminos y traerá carreteras que cambiarán la piel de esta tierra. Por eso, hijo de los ancestros, cuídate del asfalto. No es suelo que respete la vida. Vendrán a buscarme a mí, a mis hermanos feroces, y a todo lo que respira bajo este verde manto.

Cada palabra caía como polvo sobre el corazón del cacique. Podía oler el humo de los incendios futuros, escuchar los gritos de los árboles que serían talados y sentir la desesperación de los jaguares que perderían su hogar. 

El ave desplegó sus alas y, antes de desaparecer entre la niebla de la selva, dejó que su último susurro viajara como viento: 

—Recuerda, Guainipú, la memoria de los pueblos y la voz de los volcanes dormidos está en ti. Protege la selva, y mientras yo viva, sus historias no morirán.

Desde aquel día, Guainipú caminó con la sombra de la arpía sobre su hombro, guardando secretos que ni el oro ni la fuerza podrían comprar. Y el ave, hija del sol y la luna, siguió surcando los cielos del Darién, llevando en sus plumas los relatos de polvo y de fuego, inmortal y eterna, como los sueños que se niegan a desaparecer.

Muchos años habían pasado desde aquel encuentro entre Guainipú y el ave inmortal. La selva del Darién había crecido, enredándose en sí misma con raíces que bebían historias de siglos y hojas que susurraban secretos de volcanes dormidos. Las lianas colgaban como cabellos de ancianas diosas y los ríos, espejos de luz y sombra, llevaban memorias de pueblos que ya no existían.

Pero el mundo había cambiado. Migrantes suramericanos y de tierras lejanas comenzaron a quebrar la frontera natural, atravesando el Tapón del Darién rumbo al norte, pisando con pasos cautelosos la tierra que parecía protegerse a sí misma. Las aves huyeron hacia los cielos, los monos se ocultaron en lo alto de los árboles, y los jaguares acechaban, invisibles, desde la espesura. 

Fue entonces que el viejo Guainipú, arrugado por los años, pero aún guardián de la memoria de los ancestros, reunió a su gente en la aldea. Sus ojos brillaban con la misma luz que una vez le reveló el ave inmortal. Con voz temblorosa pero firme, contó la historia del águila arpía políglota, hija del sol y la luna, que susurraba relatos de polvo y volcanes dormidos.

 

—Y ahora —dijo, señalando hacia la espesura—, sólo falta que el hombre blanco haga carreteras para que se cumpla la profecía.

El viento cambió de repente. La selva pareció contener la respiración. Entre el rugido de los árboles y el canto distante de los ríos, un sonido más profundo emergió: un aleteo poderoso que atravesaba el cielo. Todos los habitantes de la aldea alzaron la vista y, por un instante que pareció eterno, vieron la sombra majestuosa de un ave inmortal cruzando el firmamento.

Era el águila arpía, más antigua que el tiempo, surcando los cielos como un recordatorio de que la selva no se rendiría tan fácilmente. Sus ojos, como brasas de un fuego sagrado, brillaban con conocimiento ancestral. Y en el murmullo de sus alas, los aldeanos escucharon historias de pueblos desaparecidos, volcanes que dormían y futuros por venir.

la selva rugió como un ser vivo, como si celebrara y advirtiera a la vez, y cada hoja, cada rama, cada río, parecía resonar con la presencia de aquella criatura que había visto nacer el sol y la luna. Guainipú bajó la mirada y sonrió, sabiendo que la profecía no era sólo suya: la selva misma estaba viva y atenta, y mientras el águila volara, sus secretos permanecerían intactos.

 

JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025.

  • Autor: JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 21 de agosto de 2025 a las 00:10
  • Comentario del autor sobre el poema: Siempre creí que los animales no eran muy inteligentes, pero está mas que probado que muchos tienen una inteligencia sorprendente. En este relato, el Aguila vaticinó la entrada de seres humanos haciendo surcos en la selva, invadiendo su privacidad, hoy sabemos que se construirán carreteras que la atraviezen hasta Colombia, el progreso no es malo, pero muchos de estos proyectos rompen un equilibrio natural y afectan la biodiversidad, en este caso de uno de los últimos reductos verdes hasta hace poco completamente virgen.
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 5
  • Usuarios favoritos de este poema: Ingeniero Tommy Duque, JUSTO ALDÚ
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