El bosque seguía en silencio.
No el silencio tranquilo del descanso, sino ese que antecede a lo inevitable.
Todo parecía suspendido en un instante eterno: el aire, las hojas, incluso el latido de su pecho.
Elías avanzó entre los árboles hasta que encontró lo que buscaba:
el lugar donde todo comenzó… o quizás donde todo se repite.
Un claro perfecto, sin bruma, donde el suelo era piedra lisa y antigua.
En el centro: el tablero.
Esta vez, completo.
Hecho de mármol blanco y negro, con las piezas dispersas, como si alguien hubiese abandonado la partida en mitad del juego.
Pero no estaban todas.
Faltaba el Rey blanco.
Y faltaba él.
Elías se arrodilló frente al tablero.
Las piezas vibraban con algo que no era viento ni magia, sino memoria.
Cada una era una versión de sí mismo:
—Un peón herido, que solo sabía avanzar.
—Un alfil temeroso, que solo se movía en diagonales para no ir directo al corazón.
—Una reina rota, que alguna vez amó sin ser correspondida.
—Un caballo que giraba siempre en círculos, esquivando el centro.
Tomó una de las piezas, sin mirar cuál.
Y al tocarla, la visión llegó como un trueno.
Estaba de nuevo en el umbral de una decisión.
Una puerta. Una elección.
Una vida donde había podido cambiar todo…
pero no lo hizo.
El niño estaba frente a él.
Tenía miedo.
No de monstruos ni castigos.
Sino de ser visto.
De ser él.
Y entonces lo entendió:
el Rey no lo perseguía.
El Rey lo esperaba.
Esperaba que dejara de huir.
Esperaba que, por primera vez en todas sus vidas, no jugara a ganar.
Sino a sentir.
A aceptar.
A quedarse.
Elías levantó la última pieza del tablero:
el espejo.
Ya no era un reflejo roto.
Era claro.
Y al mirar, se vio a sí mismo. No como antes. No como una sombra repetida.
Era él.
Con miedo.
Con errores.
Con todo.
Y esa fue su jugada final:
no mover una pieza,
sino dejar de moverse.
Permanecer.
Sentir el peso del amor perdido.
El eco de la culpa.
La verdad del silencio.
Y al hacerlo, el tablero comenzó a desvanecerse.
No se rompía.
No explotaba.
Simplemente… se deshacía como un sueño que ya no hace falta repetir.
El Rey lo miró una última vez.
Y sin palabra alguna, se inclinó.
Elías despertó.
No sabía en qué lugar.
Ni en qué tiempo.
Pero el aire era distinto.
Ligero.
No había tablero.
No había cuaderno.
No había ciclo.
Solo un árbol.
Alto. Vivo.
Con hojas nuevas que nacían al sol.
Y por primera vez, no necesitaba entenderlo todo.
Solo vivirlo.
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Autor:
starmoon (
Offline)
- Publicado: 18 de agosto de 2025 a las 22:05
- Categoría: Fantástico
- Lecturas: 13
- Usuarios favoritos de este poema: Mauro Enrique Lopez Z., Roberto D. Yoro, Jaime Alberto Garzón Barrios
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