En un mundo donde las máquinas rugen y los cielos tiemblan, ella y él se buscan como dos astros condenados a chocar. Zero Two, la bestia con sonrisa de flor envenenada, y Hiro, el muchacho que quiso aprender a volar aun sabiendo que sus alas serían arrancadas. Cada encuentro es un combate, no contra enemigos de hierro ni contra bestias sin rostro, sino contra la soledad que habita en sus pechos. Cuando se miran, el universo parece quebrarse: hay algo en esa mirada que no es humano ni monstruo, sino la certeza de que el amor verdadero nunca nace en calma, sino en la tormenta.
“Darling” —susurra ella— como un conjuro que lo ata y lo libera al mismo tiempo. Y él responde sin voz, solo con el latido que vibra en sus manos cuando las suyas rozan, cuando los controles del FranXX se convierten en un altar donde el sacrificio se confunde con el deseo. El amor entre ellos es prohibido, peligroso, casi un crimen contra los dioses que vigilan el cielo. Pero también es legítimo, porque en ese abrazo entre guerra y ternura se esconde la única razón para resistir: no pilotar para vencer, sino pilotar para no morir solos. En algún rincón del universo, quizá los dos lo saben: el final no será promesa de eternidad, sino ofrenda. Y aun así, si deben arder, que sea juntos. Porque nada es más humano que amar como si la vida misma fuera un campo de batalla.
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