Me enamoré de ella,
de su forma de ser,
de esa voz suave,
del modo en que el mundo parecía detenerse
cuando hablaba.
La conocí en una fiesta,
ella bailaba,
yo apenas entraba
cuando mi amigo —mi hermano de vida—
nos presentó.
"Él es como mi sangre", dijo,
y sin saberlo
acababa de atarme las manos
ante el deseo.
El tiempo nos fue uniendo,
y yo, en silencio,
me fui perdiendo en su risa,
en sus gestos, en su esencia.
Pero el destino jugaba su propia partida:
él también la amaba.
Y yo, como buen hermano,
di un paso atrás,
tragué mis sentimientos,
y lo dejé avanzar.
Desde entonces,
cada palabra suya sobre ella
me quemaba,
cada relato íntimo me hería,
pues no era yo quien la amaba en sus noches,
aunque sí en mi alma.
Tres años duró su historia,
y yo, a lo lejos,
la vi cambiar,
callando lo que sentía,
huyendo de mí mismo.
Hasta aquel mensaje…
"Cachas, ven por mí.
Te necesito."
Era su voz rota,
y no importaron las horas de camino,
ni la ciudad,
ni mi propia sangre,
solo ella.
La encontré en medio de la nada,
carretera y soledad.
Cuando me vio,
me abrazó llorando:
“Todo terminó.”
Para mí, sus palabras
fueron un filo de luz
y a la vez,
una daga:
¿acaso podía intentar?
¿O sería traicionar
a quien llamé hermano?
La llevé a casa,
me quedé en el sofá,
velando su tristeza.
Al amanecer,
la tormenta llegó.
Él, mi amigo, mi hermano,
furioso me gritó:
“¿Qué haces aquí?”
Yo respondí firme:
“La traje a salvo.
Ella pidió ayuda,
y sabes que por cualquiera,
por ti incluso,
haría lo mismo.”
Él calló.
Y yo supe que nuestras vidas
ya no serían las mismas.
Porque aquel amor imposible
seguía ardiendo,
aunque la lealtad
me mantuviera en las sombras.
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Autor:
Luis de leon (
Offline)
- Publicado: 3 de agosto de 2025 a las 00:17
- Categoría: Amor
- Lecturas: 3
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