Las Camelias y el Violín Una Historia de Amor Única

El Axis De Los Versos

Nombres  

   Él Diego Valverde.  

   Ella Amara Flores.  

 

Escenario Inicial Barcelona, otoño. Lluvia fina y constante empapa las calles grises del Barrio Gótico.  

 


Diego caminaba bajo la llovizna, el cuello de su gabardina beis levantado. A sus 32 años, llevaba el peso de una vida gris en los hombros. Alto (1,85m), complexión atlética pero encorvada por la costumbre de la soledad, ojos castaños profundos que miraban sin ver, cabello oscuro y ligeramente desordenado bajo la capucha. Trabajaba como restaurador de libros antiguos, rodeado de polvo y silencio en un pequeño taller cerca de la Catedral. Su mundo olía a papel viejo, cola y una tristeza densa. Las relaciones pasadas habían sido sombras fugaces, conveniencias sin chispa. Creía que el amor, el verdadero, era un cuento para otros. Esa tarde, el vacío en su pecho era una habitación fría y vacía, resonando con el eco de sus pasos solitarios sobre los adoquines mojados. Sentía que navegaba a la deriva en un mar plomizo, sin horizonte.

 

 

Un domingo, buscando refugio del gris, entró al Jardín Botánico. Entre helechos gigantes y orquídeas exóticas, en el Invernadero de las Camelias, el aire era cálido y húmedo. Y allí, como una aparición surgida de la bruma, estaba Amara.  

 

Su Apariencia No era alta (1,65m), pero poseía una presencia que llenaba el espacio. Su pelo era una cascada de ondas castaño rojizo que le llegaba hasta la cintura, enmarcando un rostro de piel de porcelana con pecas doradas esparcidas sobre la nariz y los pómulos altos. Sus ojos... eran lo primero que atrapó a Diego. Grandes, almendrados, de un verde esmeralda intenso y luminoso, como hojas bañadas por el sol de primavera. Llevaba un vestido largo, vaporoso, de un azul índigo que hacía juego con sus ojos, y en sus manos delicadas, de dedos largos y uñas cortas y limpias, sostenía un pequeño cuaderno de acuarelas. Pintaba una camelia roja.  

 

Un estornudo inesperado de Diego la sobresaltó. El cuaderno se le cayó. Él se apresuró a recogerlo.  

- Perdón..., murmuró Diego, sintiendo un calor inusual subirle por el cuello.  

- No pasa nada, su voz era suave, melodiosa, como el tintineo de campanillas de cristal. Una sonrisa tímida pero genuina iluminó su rostro, mostrando hoyuelos tenues. Admiro tu paciencia. Las camelias son caprichosas.  

Hablaron. Ella era Amara Flores, violinista en una pequeña orquesta de cámara. Le encantaban las plantas, el jazz antiguo, el olor a tierra mojada y los pasteles de manzana recién hechos. Diego descubrió que podía hablar sin filtros, sobre la soledad de su taller, su amor por las historias ocultas en los libros viejos, incluso sobre su gato, Poe. Ella lo escuchaba con atención total, sus ojos verdes fijos en los suyos, como si cada palabra fuera un tesoro. Al despedirse, con una leve sonrisa y un Hasta pronto, Diego, él sintió algo que creía extinguido una chispa cálida, una ilusión pura y frágil, como la primera flor después del invierno, prendiendo en su pecho. El gris de Barcelona parecía tener ahora destellos dorados.


 

Lo de hasta pronto se convirtió en siempre. Su amor fue un río que creció rápido y profundo, claro y poderoso.  

 

 

       Las mañanas de sábado en el Mercado de La Boquería, eligiendo frutas para el desayuno que compartían en el pequeño balcón de Amara, inundado de macetas con hierbas aromáticas. Ella en camisón, él en pijama, riendo por tonterías.  

       Las tardes en el taller de Diego. Amara practicaba su violín (un hermoso instrumento ámbar de 1890) mientras él trabajaba. Las notas de Bach o Piazzolla se mezclaban con el olor a cuero y papel, creando una atmósfera sagrada. A veces, dejaba el violín y se sentaba a su lado en silencio, apoyando la cabeza en su hombro, su pelo rojizo rozándole la mejilla. El contacto era electricidad tranquila.  

       Los paseos por Montjuïc al atardecer, viendo cómo el sol teñía de oro y rosa la ciudad a sus pies. Ella, con su chal de lana color frambuesa, él rodeándola con su brazo. Hablaban de todo y de nada, pero sobre todo, sentían. Sentían una conexión visceral, un entendimiento mutuo que no necesitaba palabras. Sus manos siempre buscándose, sus miradas encontrándose en un lenguaje secreto.  


  

       Diego Aprendió a enderezarse. Su sonrisa, antes rara, era ahora frecuente y ancha, iluminando su rostro. Sus ojos castaños habían recuperado su brillo, reflejando el verde de los de ella. La tristeza se había disuelto en una paz profunda y una alegría serena. Amaba su meticulosidad, su forma de morderse el labio inferior al concentrarse, la intensidad con que vivía cada nota musical, cada pincelada, cada beso.  

       Amara Su vitalidad era contagiosa, pero también tenía una calma profunda. Era fuerte en su suavidad. Adoraba su risa clara, la forma en que sus ojos verdes se achicaban al reír, su manera de acariciar el lomo de Poe con ternura infinita, la pasión con la que defendía sus ideas, y su incondicionalidad. Ella veía la luz en Diego incluso cuando él dudaba. Lo abrazaba sin preguntas en sus días oscuros (cada vez más raros), sus brazos delgados pero firmes siendo su refugio absoluto.  

 

Era un amor que llenaba cada poro. No necesitaban grandes gestos; el simple hecho de preparar juntos una cena sencilla, de leer en silencio en el sofá con sus pies entrelazados, de mirar la lluvia desde la ventana, eran actos de profunda comunión. Se sentían completos, como dos mitades de un mismo corazón que latía al unísono. Eres mi hogar, le susurraba Diego al oído, enterrando su nariz en su pelo rojizo que olía a vainilla y jazmín. Y tú, mi melodía perfecta, respondía ella, apoyando la frente en la suya. Era un amor irrepetible, puro, incondicional. El tipo de amor que solo se encuentra una vez, si tienes la suerte inmensa de tropezar con tu alma gemela en este vasto mundo.

 

El primer signo fue una fatiga persistente en Amara, que atribuyeron al estrés de un concierto importante. Luego, moretones inexplicables en sus brazos delicados. La luz en sus ojos esmeralda empezó a atenuarse, como si una neblina sutil se instalara tras ellos.  

 

El diagnóstico cayó como un mazo Leucemia Mieloide Aguda. La palabra resonó en el pequeño apartamento lleno de plantas y música, ahora impregnado del frío olor a desinfectante y medicinas.  

 

La lucha fue feroz y desigual. Diego lo dio todo  

   Hospital Sant Pau Pasó incontables horas en la habitación blanca, iluminada solo por la tenue luz de la lámpara de cabecera. Sostenía la mano de Amara, ahora pálida y surcada por moretones y el catéter, mientras la quimioterapia hacía su trabajo devastador. Veía cómo su pelo rojizo, esa cascada vital, se desprendía en mechones en el cepillo. Cada pérdida era un puñal.  

   

       Amara Mostraba una valentía sobrecogedora. Aún sonreía, aunque fuera un pálido reflejo de antes. Sus ojos verdes, a veces nublados por el dolor o la fiebre, seguían buscando los de Diego con un amor inquebrantable. No dejes de tocar para Poe, le pedía con voz débil. Pero Diego veía el miedo asomarse en sus pupilas dilatadas, la frustración cuando no podía levantar el violín, la tristeza profunda al mirarse al espejo.  

       Diego Una tormenta interna. Amor infinito convertido en un nudo de angustia en la garganta. Rabia impotente contra la enfermedad, contra el mundo. Miedo visceral, paralizante, al vacío que se avecinaba. Devoción absoluta aprendió a manejar bombas de suero, a limpiar suavemente su piel sensible, a leerle en voz alta hasta que se dormía, conteniendo sus propias lágrimas para ser su roca. Pero por las noches, en el baño del hospital, sollozaba en silencio, ahogando el sonido con una toalla, sintiéndose desgarrado.  

 

Hubo un breve respiro, un remanso milagroso. Amara entró en remisión. Volvieron al Jardín Botánico, al invernadero de las camelias. Era invierno, pero algunas flores resistían. Amara, con un pañuelo de seda azul cubriendo su cabeza, débil pero radiante, apoyada en Diego. Caminaron despacio. Mira, Diego, nuestra camelia, señaló una flor roja y perfecta. Él la abrazó con fuerza, enterrando su rostro en su cuello, oliendo su esencia débil bajo el aroma de los medicamentos. Sintió un atisbo de esperanza, un quizás.... Fue un momento de belleza desgarradora, como el último acorde brillante antes del silencio.  

 

La recaída fue brutal y rápida. Esta vez, no hubo remisión.  

 

La última tarde, en la habitación del hospital, el sol poniente teñía las paredes de naranja. Amara apenas podía abrir los ojos. Diego estaba sentado junto a ella, acariciando su mano con infinita ternura.  

 

- Diego..., un susurro apenas audible.  

- Estoy aquí, mi amor. Siempre aquí. Su voz era ronca por el llanto contenido.  

- No... tengas miedo..., respiró con dificultad. Sus ojos verdes, empañados pero llenos de un amor puro, se encontraron con los suyos. Fue... perfecto... Nuestra canción.... Una lágrima escapó por su sien.  

- Fue perfecta, Amara. La única. La eterna, logró decir, llevando su mano fría a sus labios. Un beso suave, un juramento.  

 

Un suspiro largo, sereno. Y luego... el silencio. El silencio más ensordecedor, más desgarrador que Diego jamás había experimentado. El latido de su corazón se detuvo. El mundo se desvaneció. La luz verde se apagó para siempre. Sintió cómo algo vital, esencial, le era arrancado del pecho con una violencia indescriptible. Cayó de rodillas junto a la cama, un grito ahogado, animal, brotando de lo más profundo de su ser. La tristeza no era gris ahora. Era un abismo negro, frío, infinito. El amor de su vida, su hogar, su melodía, se había ido.  

 


Diego volvió al Invernadero de las Camelias un año después. Era primavera otra vez. Las flores explotaban en colores. Se detuvo frente a su camelia, ahora en plena floración. Ya no llevaba gabardina, pero la tristeza, aunque transformada, era una presencia constante. No era la niebla gris de antes; era una cicatriz profunda, un océano de ausencia que llevaba dentro.  

 

Sacó su teléfono y pulsó play. El sonido claro y emotivo del violín de Amara, grabado en un ensayo doméstico meses antes de la enfermedad, llenó el aire cálido. Una pieza de Debussy, llena de luz y melancolía.  

 

Miró la camelia roja, perfecta y efímera. Un amor así, único, puro, incondicional, solo pasa una vez en la vida. Había tenido la bendición inmensa de vivirlo, de sentir cada nota de esa sinfonía compartida. Y la maldición eterna de haberla perdido. La tristeza era el precio del amor infinito. Una lágrima cálida recorrió su mejilla mientras la música de Amara envolvía el recuerdo de sus ojos verdes, su risa, su presencia.  

 

Eres mi melodía eterna, Amara, susurró al viento cargado de perfume floral. Y en el fondo de su corazón desgarrado, pero aún capaz de amar su recuerdo, supo que esa melodía, aunque terminada en silencio, resonaría dentro de él para siempre. Era el eco de un amor que la muerte no podía apagar, solo transformar en una canción de nostalgia y belleza imborrable. El dolor era el altar donde ahora veneraba su paraíso perdido.

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