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Ira Haroji

Yo creo que su hedor
huele fatal.
Y el aroma quema
mi sensibilidad.
Y yo que compongo sin sentir pena,
y la falleba se escandaliza
si en mi puerta
no la estampo
y cierro con prisas,
¡ay, azul de lema!

Sus rasgos se hallan
mortalizados.
Me da algo, del asco.
Expresión a pala corta,
entierra la tristeza,
paraliza la emoción
en olores de pétalos
amarillos como el fervor
silvestre del campo.
Y verdosa esmeralda
en sus huellas airampo,
agua en sus yemas
para parar el llanto.
La fiebre del oro,
el barco que hunde,
el sol raptado
y el lazo amarrado,
enganchado.

Dedicas plegarias
mías y muy mías,
únicamente.
Domas el búho
sin sus trapos
o su símil,
como "Big Fish",
entre miles de girasoles con sed,
par a las silenciosas olas de espuma
salpica que salpica
al mar escandinavo.

Es absurdo.
El amor me mantiene
relacionada a la tierra.
Secuencia del presto tempo
hasta
que las burbujas estallan
al tocar la atmósfera,
y mi corazón se siente
cálido como el Ártico.

Mal vista la sorpresa perdurable
del puesto eclesiástico
si en mi repisa no la coloco,
un iris a soplo.
Es entonces que el aire se cuela
y las velas extinguidas
en el traslúcido suelo.
Puedo, puedo ver
colores pasteles,
el dulzor amargo
y una cena,
pero se apaga
su sirena,
y vuelvo a ver opaco
en mi eje.

Entonces,
¿si se enfada si la pulo?
¿Líquido?
¿Cuento?
Tres tacitas
rellenas de desgracia,
ira y encima tibia.
¡Qué mal gracia!
Los colores
tras mis cabellos,
los ojos tras las tazas de té.
No puedo con ustedes.
Al tazón le faltó
calor,
y el terrón quedó
memo, y el violonchelo
es demasiado agudo
para mi eco.
No he de aceptarlo,
aunque debo.

La mesita,
la repisa,
cuelga
el sombrero de paja
sin lazo,
blanquecino.
Es pura inocencia.
No me la arrebates,
que yo te amaba
incluso sin mar, sin amor.
Que me tejen los jaguares
si yo tallo en mi piedra maciza
las palabras dichas,
todos los momentos contigo,
la memoria a largo plazo,
los abrazos ya no dados...

Saturé el obturador.
Capté las cuevas de tu collar,
perlas en tu fino cuello.
En vano, horizontal
el plano, ese cuadrante
tan simpático
que es de tus ojos,
si no son ácidos.
La nieve espesa el daño
para enseñar
la dureza
del castaño
de esas cuencas vacías,
del temor en ellas.
Que todo eso es mío.

Es otoño,
y eso no me hace olvidar
sus fotos,
su magnitud víspera
mediante el reflejo
de sus portantes perlas
redondas y blanquecinas,
que podrían enamorar
a cualquier alma
parecida o semejante.
Pero para mí no es más
que un trigo esférico,
aplastado, aburrido, sin color
ni vida, muerto para mi placer.
Pitágoras me alude sin saber.

Y yo no me detengo
para enfocar
las imágenes,
el ambiente
que adherí a posteriori,
de la tela, la mesa,
de los...
los recuerdos,
la memoria.
Sin embargo,
a día de hoy
esas fotos se queman
con la realidad.
La mesita rústica, amada,
la mesita rallada, perdura.
El mantel lúcido,
rojizo, con frutitas, una manzanita.
El mantel está hambriento,
concomido,
maltratado.
Sus años son colores malgastados,
opacos.
Concomidas
mis cerillas de complazco.
Las noches en Japan,
Shibuya,
Roppongi.
Arañas, fashion,
tejen mis lagrimales,
las postales,
los bares,
las copas malas,
de mal gusto,
y su amor al aire
libre, que
sopla cerca de mi oreja
y posa mis cabellos atrás.
De éstas,
el zumbido en mis oídos.
Hazlo bien
si lo vas a hacer.
Sordera en mis latidos,
ardientes a la imagen.
La hoguera enciende
sin nada que prender.
Apacigua la atmósfera
dentro de los hogares.
Las chimeneas calientan,
las velas.
La brisa amarga
las apaga.
¡Qué larga manta! Y
ahí es tras de ella,
tras los platos
de plata,
no sujetados
por oro.
Y la tela que se
excava
para no ser
usada por ocio.
Las copas rellenas
del vino
del abismo,
esperando por el turismo.
Y el té hervido en azúcar,
por gramos de cinismo.
Y sin contar, y sin tener
en cuenta
los cubiertos
de henna
grabados en mi piel.
Cicatrices, trozos de miel,
azúcares a mis pies.
Es ahí cuando la víspera comienza.

Reflexión de azules
balancea, apacigua ante mis ojos,
rellenando esta habitación
distintiva al cielo
y sus nubes.
Yeso sembrado en las vigas
de cada estancia
en la que vivimos
en consecuencia del
mal hogar,
de su tiempo,
de la lenta, amena,
violenta visita
al hundido henno,
que cae en el centro
de gravedad de esta sala,
silenciosa, solo muerta.

Entre la repisa está el romero,
que beige tengo.
La servilleta doblada,
qué sol anaranjado
veo.
Se despide en la salida.
Es su redención,
y me lo señala
tras una estela
de luz fugaz.
Y ahora solo quedan los mimos
de lo que alguna vez fue,
en humo.
Con altibajos, la edad consume las horas,
y gracias al reloj de arena volcado
puedo asomarme
desde la pequeña ventana,
detallando la cornisa
y su beige persiana peregrinando
a su camino,
que no deja que oculte
el interior por completo.
Y se me sea de agrado
ver la fe y la bondad
rodeadas de hilos.
Al final, Morgan no es santo.
Sin embargo, apela la sentencia
sobre hilos.

Las flores secas
extrañamente brillan
tras la ventana medio abierta.
Rosas largas recorren la cornisa.
Así vive el aire fresco
la estancia en
las tardes heladas,
el verano que niega
y se escabulle por la cornisa.
Sí, esa cornisa,
y los celos melódicos
del arcén solitario
que tanto quería.
Y tu sonrisa no arregla
sus espacios vacíos.
Inexpugnables picos,
pantomimas en cello
que, tras partituras robadas
por un corazón despechado,
ha sido
y azulado,
matado, herido en bala,
a muerte rendido.
Los buenos tiempos
siempre han sido un
buen asiento de acero.

Pues el halo tardío
del nihilismo
es la ruina,
es los escombros,
es el futuro incierto
o el sin vivir...
o eso decía.
Es la ruina de mis pensamientos
porque las partes más oscuras de mi ser
son regadas sin ti a la vista,
en cicatrices que mantenías ocupadas
con risas encima.
Ahora, gracias a una pala,
desentierro su cuerpo
y lo reanimo
sabiendo lo que hay debajo,
amando lo que hay debajo:
el cuerpo mortecino
de mi era.

Mi corazón,
más roto.
Mi sol,
más rojo.
Para bordar
la juventud cian
en colores monos
del nuevo yo,
que no tan yo,
porque puedo ser otra.
Y yo no quiero volver a mancillar
mi nombre con tu boquita de junglar,
tejida y cosida
en terciopelo rojo.
Mapache rojo,
cobarde isópodo,
carne azul,
religión al ut,
mareas sin tul.
Y alzo la voz
siempre que despejo
el tragaluz.
Y es entonces
que me persigue un nubarrón
y blindo mi jaguar.
¡Y no me doy cuenta!
Que más no quiero jugar,
pues me tiembla su mirar
aún sin desear.
Y es entonces
que sonrío a la vida,
y en la vuelta de la risa
recogí, tras las brisas,
mi gorra de visera,
mi chaqueta de cuero lisa.
Rosa mona mía,
las cuentas de cuántas
perlas caídas,
ennegrecidas por mis cerillas.
He así los palos mancillados
luego de la llama.
La cajita encima, abovedado.
Mis lamentos bordados
serían, y
en mis ropas de misa
a través de las épocas.
Las heladas amapolas
se quemarían.
Las macetas paradas,
al mediodía tendidas.
Lagrimales de silva,
huellas en los montes
que son mías.

Las tejas
que llevaste aquel día
que empezaron a caerse
del tejado.
Ni las recogiste.
Me las dejaste
para que en mil pedazos
las armase yo sola.
Pues el "no" ni la obligación
nunca me ofreciste.
Y es que observo a un espectro
del pasado.
Déjeme descansar.
Y es que no se puede
cerrar los párpados al recibir
un adiós sin palabras.
Conduce
a una incertidumbre,
una serie de ecos en la cabeza,
a una llamada detrás de la puerta.
Está cerrada y oscura,
no queriendo marchar,
no amando irse en paz.
Suelta, suelta,
que me detiene la marea pendular.
El horizonte grita: "¡Salir sin atosigar...
Allí, sal!"

Dirígete por el postigo como un lechón.
Asegúrate en manga
de vestir contigo
mientras alcanzas la vereda.
Un ron sin miel,
de esos que captan los labios.
Y las perlas manchadas en mota,
para no ver bien,
bien del revés.
¿Y a dónde aguarda mi temor
si tras la puerta solo estás tú
tocando sin ensoñación?

A decir verdad,
cambian los azulejos del suelo,
colorean sin matiz ni barniz.
Y ocarinas vibran, engolando
en sandeces de una perdiz occidental.
Cada que siento
la puerta cerrarse
de nuevo
en el mismo lugar.

Y lloro en papelitos de cristal
sin saber si alguna noche diurna,
parada en un eje, me separé de la luna.
Pues veré lejos del tajo inclinado
nubes blanquecinas sonriendo sin medir.
Aunque no sé por qué solo veo yo
una puerta detrás.
Detrás: "EXIT". Call me out.
Me quiero ir. No puedo seguir.
¿Qué pone ahí? El estrecho
camino camela mis oídos.
Y parada en un eje, sin sucumbir,
me aturde y me pierde.
No miento.
La ojiva se ciñe ante mí.
El portón se cierra tras de mí.
El cruce y la bóveda se encima sobre mí.
Y asustada yo, ojos popurrí,
mejillas coloreadas en pura carrera
de frenesí,
de un carmesí.
Y balada,
balada de marfil
decae
en un sopetón griego.

En la mirilla de la puerta
se contempla.
Y el tajo se agranda
para salir,
¿qué más decir?

Sueño pellizcar al trombón
y el sonido de la manilla
dar las doce,
acariciando la amnistía.
Un claro de luna,
endemia de coral
en tacto de piano,
casi anémona
acuática, endemoniada.
Casi osadía para las almas,
pues atraviesan febrero
con sus hojas malvas.
Endibia, enero, manía hecha tejido,
puesta mediante obsidiana de hilares,
arancel de rosa seca,
que mayoría son empatía
por tanta melancolía.
Obnubila mis sentidos y no me quiero ir.
Opilar mi ológrafo... voy a desistir,
porque aquí morí
y aquí nací.

Sin embargo, en la eternidad permanece.
Y sin evitarlo,
no estimo opacar
el sol por tres gramos
de Sansón,
fantasía de sabor,
hojaldre relleno,
fruta,
mermelada.
Chica, qué dulce labia.
Mermelada de manzana,
de fresa, naranja,
de tallos malva,
de rizos marrones,
de esos colores
que deslumbran
en las noches,
esos que se posan en la boca.

Muy bonito el paseo.
De hecho, culmina aquí.
No deseo ver más
noches que días.
Yo sin cielo.
Sin embargo, en la eternidad permanece.
Mas vivir con ello he adaptado a mis sentidos.
Yo con cielo,
comunicarles a ellos
que
constantes delirios son acabados,
a la par que levanto mi ceño fruncido
a tales estimos.
Comunicarles,
sí, a ellos,
que
no me deja respirar,
que
al encajar
sus sombras con mis luces
trato de apaciguar.
Que...
¡se me olvida!
Brillar, que curar
con el tiempo que llevamos
creo que va a chispear
un poco.
Yo te lo dije:
un poco.
Ya lo sabías.

No tengo que huir.
He mejorado mi artillería.
He amado sin lugar a dudas.
Y alzo mis comisuras
sin añorar a mi legítima
amiga.
Y sonrío al pensar
que no me duele, ni de lejos,
el eje parado en mi ventana,
donde una vereda me aturde
si llueven los lunes
y no madrugo
para apaciguar mi amor
con mis amores,
de mis dones,
de mis placeres,
de mi pantano gris y ocre.
Y...

Tarareo mi canción,
que por algo la compuse yo.
Y despierto soleada.
La luz entra por mi ventana.
Acoplarse, nubes
están en compañía
del armonioso blues.
Al menos no desespero del gris
que me entristece
en sus mañanas ocres.
Té, dulces y flores.
Otra ciudad ejerce la locura en mi labial.
Sastro la penitencia en trozos
de amar rojo,
de mi labial lila otoño.
Y qué te digo…
que odiar la sanidad del despegar,
el cielo reluciente…
y porque puedo mantenerme
en espera hasta que llueva,
sabré yo del sol al salir
que la espera tuvo felicidad.
Felicidad en granitos de arena
al recordar
la melancolía
en escritos
de una mente fugitiva,
de un corazón obsoleto,
de años sin olvido.
Mas vivir de ello
y ser feliz
en la realidad
de tus actos, para
menos arrepentir
en punta de piano.
Porque nadie muere por nadie.
Y nadie muere por ti.
Todavía no.
Cuando de su vida
has partido ya,
los años vivieron en cenizas,
que no de bilis.
Que la vida es así.
Y con ella se abraza
y se agradece
por ser así.

  • Autor: Ira Haroji (Offline Offline)
  • Publicado: 29 de julio de 2025 a las 20:32
  • Comentario del autor sobre el poema: Una espiral, una redención, un paseo silencio del alma cuando por estaciones va aprendiendo de lo vivido.
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 10
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