El Hijo del Viento y la Abuela del Fuego

En un rincón sin nombre, entre polvo y quebranto,
nació un niño sin padre, sin madre ni canto.
El destino, cruel juez, lo lanzó sin razón,
pero el cielo tejía otra historia en su don.

No hubo brazos maternos ni abrigo de hogar,
solo el frío y la ausencia al empezar a andar.
Pero en medio del llanto, entre el barro y el suelo,
brotó una voz antigua… con ternura de cielo.

Era su abuela —anciana de manos de historia—
de mirada encendida y memoria de gloria.
Ella alzó al pequeño como escudo de fe,
y lo amó con un fuego que el mundo no ve.

Le enseñó con el pan, con el rezo y la lumbre,
a pararse ante el mundo sin pedir costumbre.
Le mostró que los hombres no nacen vencidos,
y que el alma más rota puede ser más abrigo.

Con su voz temblorosa y su paso cansado,
le dijo: "A ti el mundo te querrá de lado.
Pero tú, mi guerrero, no serás quebrado,
porque tienes mi sangre, y el amor no es prestado."

Creció entre silencios, golpes y traición,
pero en su pecho ardía una suave canción.
La canción de la abuela, hecha de consuelo,
que lo alzaba en la sombra, que lo empujaba al cielo.

No supo de amores, ni promesas eternas,
le cerraron mil puertas, lo hirieron mil piernas.
Pero nunca fue esclavo del odio o del miedo,
porque recordaba el fuego… que heredó del recuerdo.

Y cuando el dolor quiso hacerlo caer,
se oyó aquella voz que lo hacía renacer:
"Levántate, hijo, tú no estás solo,
mi amor es tu escudo, mi espíritu, tu polo."

Así sigue su lucha, sin corona ni trono,
con el alma de un rey… aunque nunca fue dono.
Porque aunque no fue amado por madre ni padre,
fue amado por ella —su abuela, su madre—.

Y en cada batalla que el destino le impone,
el eco de su abuela es el sol que lo entone.
El mundo no lo quiso, pero ella sí lo eligió,
y por eso, aún roto… jamás se rindió.