Dicen que me vieron hablando con los árboles, que el viento me leía y respondía, y que tus ojos ya no eran los mismos. Nunca negué nada. Nunca fui buena mintiendo, ni siquiera cuando para salvarme de mentiras requería. Si para merecer paz tenía que vestir pantalón. ¿Y cuántas noches no me desnudaste en zanjas mientras la cabra observaba, y nunca pestañeaba? Vos no hablaste. Tampoco te fuiste. Te quedaste. Solo observaste. Me llevaron a la iglesia entre rezos de saliva y rabia, y cuando preguntaron: “¿eres bruja?”, pensé en vos. Pensé en tus manos sosteniéndome en la noche cuando el mundo de insomnio carecía y mis ojos llenos de ojeras me maldecían, delataban cuanto temía que mi persona opacara el amor que tenía. No moriría en un gran acto por vos, mi vida no tendría valor para reconocer y decir "ella te amó". Sólo nosotros sabíamos lo que era verdad. Ese día no lloré. Ni cuando la serpiente trenzada de sogas se retorcía en mis muñecas. Ni cuando la leña gritó en mis pies y lamió mi sangre. Y aquello era más caricia que lo que conocí de mi propia madre. Pero te vi. Te vi entre todo aquel pueblo que rezaba y ninguna era a mi nombre, quieto, como si algo tuyo muriera conmigo, al mismo tiempo que yo. Fuiste árbol entre tanto hombre, pero está vez nadie respondió. En cambio el padre me veía aterrado, no porque se me acusara de brujería, sino porque lo veía yo. La ceniza me supo a pan, quizá dios se apiadó y me alimentó, quizá del fuego mi alma merecía renacer, pero en cambio solo te ensucié, el humo juzgador no te dejaba respirar, te ahogaba tomar una decisión. Debías decidir entre tu felicidad y el gran señor.
Contenías tus lágrimas, pero tus uñas sangraban en pañuelos de bolsillo. Tu corazón martillaba como martillo. Deseabas que fuera un hacha, y con ella destruir la hoguera que acabaría conmigo. Siempre fuí opuesta, la izquierda en el camino, la poesía que nadie quería escuchar. Yo creo que siempre lo supiste. Siempre fui rara y eso combinaba con vos. Decidiste ignorar las hierbas de mi sazón, el collar en forma de amuleto, mi cabello negro, largo y espantado. Dicen que después ya no volviste a entrar a la iglesia, que caminabas hacia el río y reías en medio de la nada, que la corriente respondía, y que a la hora de la cena se te olvidaba rezar. Un día soñaste conmigo y la almohada quemada despertó. ¿Qué sentido tenía un dios si para entrar a su morada tenías que pedir perdón? Si para amarme tenías que aceptar que dios no era tu mayor amor. Decidiste que no había perdón. Mi pecado era tu pecado. Y sí, vos también fuiste condenado. El pueblo nunca dijo nada. Pero vos sabías que contemplaste mi oscuridad. En las noches te dejaste llevar, y por el día me amabas de verdad. Pero cuando a la muerte fuiste a buscar, cuando solo escuchabas sus gemidos, mareado por la hostia de la redención, la luna maldita te escuchó. Le pediste perdón a dios, no le pediste entrar al cielo. Yo no tenía el poder para concederlo. Me pediste perdón, por no haber escapado con la misma llama, por no haber gritado que me amabas. Nunca quisiste pagar la sentencia que con tu cuello juraste. En el fondo repetías: “¡prefiero morir que vivir sin vos!".
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Autor:
morocha (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 18 de julio de 2025 a las 21:10
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 1
- Usuarios favoritos de este poema: Roberto D. Yoro
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