A la hora del mártir,
cuando el silencio se posa sobre el lomo de las bestias dormidas
y los espejos se ciegan de sí mismos,
cuando la fauce del abismo bosteza
y un ángel caído entona su canto
tras barrotes de oro sin sol.
Allí,
él buscó refugio en las sombras que aún no sabían su nombre.
Caminó entre susurros sin cuerpo,
bebió de la lluvia que no toca la tierra,
y soñó con mirar lo que a los hombres les fue negado.
Quiso decir lo innombrado,
trazar con sangre la forma del verbo puro,
dejar atrás la piel vencida del recuerdo
y escribir,
escribir lo jamás dicho,
lo que arde sin voz
y muerde sin rostro.
Anheló subir por la espalda del mundo,
con los pies descalzos sobre la lógica,
y tocar el altar de los dioses
con manos aún manchadas de duda.
No quería esperar;
quería ser.
Ser lo que las voces dentro de él
no cesaban de llamar.
Entonces, la vio.
La manzana.
Verde, exacta, suspendida entre la sombra y la promesa.
Y en su espejo, mil rostros de sí mismo
lo contemplaban riendo.
Reía desde adentro,
mientras el hombre (Ese otro)
hundía los dientes en la carne dulce de la ambición.
Sus palabras se tornaron de humo,
ligeras, bellas, obedientes.
Tomaban forma sin alma,
resonaban sin raíz.
Moldeadas por un fuego ajeno,
eran cántaros vacíos,
vasijas para un eco sin dueño.
Pero siguió.
Necio de sí,
ciego por la lumbre que nunca lo abrazó.
Y así, sin saberlo,
fue borrándose letra a letra.
Al final,
cuando quiso escribirse a sí mismo,
el papel lo miró en blanco.
Y supo
que el fruto no alimenta,
que la cima es un reflejo,
y que la eternidad
es solo un eco
en el hueco donde antes vivía un hombre.
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Autor:
Augusto Fleid (
Offline)
- Publicado: 17 de julio de 2025 a las 01:03
- Categoría: Fábula
- Lecturas: 2
- Usuarios favoritos de este poema: Roberto D. Yoro
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