Ven, hijo, y escucha mi voz desgastada,
que el tiempo cincela verdades sin par,
no temas al cetro ni a la piel dorada,
teme al que sueña con él sin cesar.
El poder, mi infante, no forja al malvado,
tan sólo despeja su faz sin disfraz;
espejo es del alma, desnudo y callado,
que exhibe lo oculto sin pena ni paz.
El justo —ya libre del juicio y del peso—
protege, cobija, gobierna en bondad;
el necio ambicioso se baña en exceso
y olvida que todo regresa en maldad.
El frágil, temblando de egos y dudas,
se erige en tirano de voz temblorosa,
reparte castigos cual lluvia de agudas
espinas que brotan de envidia rabiosa.
No culpes al trono, ni al oro ni al mando,
que son solo antorchas del alma febril;
el déspota ríe cuando está comandando,
mas llora en la sombra, cual niño pueril.
Oh, cuántos vestían la túnica blanca,
juraban en plazas ser pueblo y verdad,
y al verse en la cumbre —sin regla ni tranca—
hicieron del mundo su absurda deidad.
Aprende, mi hijo, a mirar con sosiego,
no todo quien ruge es león de verdad;
algunos se embriagan del propio talego,
y escupen promesas de falsa bondad.
Si llega a tus manos la antorcha del mando,
no cambies tu esencia por culto o por ley,
mantén el espíritu claro, vibrando,
que el poder no cambia... revela quién es rey.
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Autor:
El Corbán (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 13 de julio de 2025 a las 11:21
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 4
- Usuarios favoritos de este poema: alicia perez hernandez
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