Capítulo 23
-Amar en los Tiempos de Saber-
El pasillo que conduce a los aposentos del campus de la facultad de filosofía estaba impregnado de un agradable aire perfumado. Sandra avanzaba, con pasos lentos pero firmes, pensando en una inquietante certeza, como si su presencia fuera un presagio de lo que estaba por venir. Ulises la observaba desde la penumbra, inmóvil, aguardando. Sabía lo que estaba por ocurrir, lo sentía en la piel, como si cada parte de su cuerpo estuviera contenido, al borde de la desesperación. Sandra, sin embargo, parecía estar hecha de otra sustancia, de una sustancia que desbordaba lo habitual. Ella giró hacia él, y la mirada que cruzaron no necesitaba más palabras.
La puerta se había abierto, y el ruido de la cerradura fue como un último latido de algo que estaba predestinado.
El cuarto estaba sumido en una luz tenue, como si la oscuridad misma hubiera intentado apoderarse de ellos, pero no lo había logrado. Los dos estaban allí, atrapados en una atmósfera espesa que parecía respirar por sí misma.
Ella tomó la copa con una cierta lentitud que no era exactamente deliberada, como quien apenas se atreve a sostener un pensamiento fugaz, y la giró entre los dedos con una suavidad casi quirúrgica, como si se tratara de comprender un misterio inefable. "Dicen..."
[dijo sin mirar, más como una reflexión que como una afirmación]
"que el vino tiene esa facultad de despejar las sombras del alma, revelando lo que uno no se atreve a contar..."
[Y, con un leve gesto, añadió, como si el aire de la habitación se prestara para la misma revelación]
"Aunque, pensándolo bien, eso podría ser solo una excusa para dejar que lo indecible se acerque de alguna forma, sin ser nombrado, como una verdad que ni siquiera hace falta decir" Cuando sus ojos, al fin, se encontraron con los suyos, ella sonrió, como si al decir lo esencial no hubiese dicho nada. Y él, con el mismo desconcierto que siente quien se asoma a un abismo sin que todavía haya caído, comprendió que las palabras no eran más que un juego de sombras, y que tal vez no hablaban del vino, ni de lo que desvelaba, sino de algo que el aire había ya ofrecido entre ellos, en silencio, y que a esas alturas no hacía falta ni siquiera decirlo para que ambos supieran que había quedado claro.
“Lo sabes, ¿verdad?” La pregunta flotó en el aire, cargada de una exigencia profunda, como si no pudiera ser respondida de otra manera más que con la piel, con el cuerpo, con esa necesidad de fusión que se sobrepone a todo lo racional. Él asintió, apenas, porque las palabras sobraban. Solo existían ellos dos en ese instante, el resto del mundo desaparecía.
Sandra había dejado caer el bolso sobre la silla, su movimiento muy bien calculado, pero al mismo tiempo lleno de una urgencia que no se podía refrenar. Y entonces, sin mediar más que el roce de sus manos, comenzó a despojarla de su vestido. Cada pliegue de la tela era un pedazo de ella que caía, y él lo sabía. Sandra también lo sabía. Todo se reducía a este momento, a este desgarramiento en el que ya no quedaba lugar para el miedo o la vergüenza.
La piel, finalmente, sustituía al vestido, como una revelación, como la verdad misma. Un sudor frío comenzó a recorrerle la espalda mientras él la tocaba, con un afán desesperante. El roce de sus dedos sobre su cuerpo parecía una condena mutua, un pacto sellado en el largo deseo de la postergación.
Un poema, aún sobre la mesa de luz, parecía observarlos, como una advertencia, como algo que ya no podía evitarse. Sandra lo tomó y comenzó a leer, en voz baja, como si el acto de pronunciar esas palabras fuera un encantamiento balbuceado: "si te viera desnuda, si desnuda te viera..."
El susurro de su voz, quebrado por la tensión, llenaba el espacio. Esas palabras eran suyas, suyas, como si le pertenecieran por completo. Y mientras seguía, la sensación de que algo estaba a punto de desbordarse la recorrió entera: “si no juntaras nada, si ya nada juntaras, de tus antiguos miedos. Si no te fueras, de mí, si acaso no te fueras, si vinieras sin nadas..."
La ansiedad era palpable, casi tangible, como si el aire se volviera más espeso, más sofocante: “rompe el muro, inocente. Sé mi mujer secreta…” Las palabras la quemaban, la arrastraban, y ella no podía resistirse. Y cuando llegó a las últimas líneas, un estremecimiento la recorrió: “haz que no sufras tú, haz que no sufra. Dame tu cuerpo ahora, ¡No me lo debas!”
La sensación de que todo lo que estaba viviendo no era más que una condena, pero una condena de la que no podía escapar, la consumió por completo.
Las palabras del Dante, que flotaban en su mente, no eran ya una simple referencia literaria. Eran la única realidad que quedaba: “la luce di Beatrice che m'era in fronte / mi destò, ed io, che m'era inozioso…” Esas palabras la atormentaban, le arañaban la conciencia, mientras su cuerpo cedía al deseo.
“El amor es la búsqueda desesperada de la verdad en el otro, donde uno también está”, [murmuró Ulises, mientras las sombras danzaban alrededor de ellos, como si la habitación misma estuviera viva, como si la pasión que se desbordaba entre ellos fuera la única verdad que importaba]
Sandra lo miró, con los ojos iluminados por algo que no sabía si era desesperación o revelación, y respondió con la voz temblorosa: “exploramos los abismos del corazón, pero también encontramos allí la cima de nuestro ser”
Pero en ese mismo instante, lo que había sido una búsqueda se transformó en un abismo. Un abismo del que no había retorno, del que nadie podría salir. Porque en ese beso, en ese abrazo que rompió la última frontera entre el deseo y la razón, supieron que se habían condenado a algo mucho más grande que ellos, algo más oscuro, algo más visceral que la simple pasión. Era la verdad que había quedado oculta bajo cada gesto, bajo cada palabra no dicha.
La pasión no era sólo deseo. Era una ardiente condena. Y en ese momento, todo lo demás desapareció: el mundo, la luz, la razón. Solo quedaba el encuentro. Solo quedaba el abismo de la presencia: la libertad de la mismidad.
Ulises se dirigió hacia la computadora y, sin decir palabra, hizo sonar los acordes suaves de una canción. La voz de Carla Bruni, cálida, envolvente, comenzó a llenar el aire, como una caricia que contrastaba con la tensión que lo rodeaba. La melodía se deslizaba entre las sombras, entre los cuerpos entrelazados, dando un toque melancólico y sensual a ese instante suspendido en el tiempo. La letra de la canción flotaba en el aire, entrelazándose con los susurros, creando una atmósfera de desbordante intimidad: “on me dit que nos vies ne valent pas grand chose...
Elles passent en un instant comme fanent les roses
On me dit que le temps qui glisse est”
Ulises, con su mirada fija en Sandra, sabía que ya nada podría detener lo que ya estaba sellado.
Sus labios se unieron en un beso interminable que abolió el tiempo y la lógica, convirtiendo ese instante en la única verdad posible, como si el amor, en su sublime plenitud, fuera la respuesta al enigma más profundo de la existencia: "la sua virtù mi purifica,
e s'io avessi a dir tutto quello che vidi,q
avrei da dir più di quel che posso"
[Y entonces el amor fue el intermediario que hizo posible que el goce condescendiera al deseo]
-
Autor:
Osmín Zaldana (
Online)
- Publicado: 5 de julio de 2025 a las 18:05
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 1
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.