Sin trueno, sin herida, sin presagio,
me asalta el hielo en plena primavera,
y el alma, como estatua de corsario,
se queda yerma, pálida y austera.
No hay duelo abierto, llanto ni agonía,
ni estertor, ni tragedia estrepitosa,
sólo esta mueca lúgubre y vacía
que va conmigo, muda y presurosa.
Mis días son insípidas jornadas
que no sucumben ni tampoco ascienden,
ni el sol me abriga con sus llamaradas
ni las canciones dentro me sorprenden.
Vivir se vuelve un acto de rutina,
un gesto que no duele ni enamora,
una marea gris, que se avecina
sin naufragarme, pero que devora.
Y de repente, el pecho se congela,
sin causa y sin razón, sin un disparo,
como si el alma entera, centinela,
cerrara su balcón sin un reparo.
Camino entre la gente y no me advierto,
mi sombra no me sigue ni me espera,
y el corazón, aún vivo, late incierto,
mas late como tumba que se opera.
El mundo me susurra con sus luces,
pero no hay luz que a mi mirar resplandezca,
todo se torna en grises que deduces
cuando el dolor sin nombre te adormezca.
No es pena lo que tengo, es algo inerte,
una humedad que cala sin tormenta,
una quietud tan honda que convierte
la más leve emoción en cenicienta.
Y así, sin una lágrima visible,
sin odio, sin amor, sin melodía,
se me enfría el espíritu insensible,
como el cadáver lento de otro día.
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.