Nuncá

Ella miró su reloj de pulsera: pasaban de las once.

Él terminaba de inflar los neumáticos de su bicicleta, con ese cuidado que ella ya conocía de sobra.  

—Gracias —dijo ella, con un tono que mezclaba gratitud y distancia.  

Él alzó la vista, limpiándose el sudor de la frente. El tiempo juntos se le había hecho corto, como siempre.  

—¿Te acompaño a casa? —preguntó, con esa gentileza que a ella le parecía más un intento de jugar a ser el héroe que no era.  
—No, gracias —respondió ella, cortante pero con una chispa en los ojos. Odiaba esa fachada de salvador; lo conocía demasiado bien para caer en ella. Sabía que, tras su calma, él guardaba una rabia que nunca admitía.   El prefirió callar, conocía muy bien las consecuencias de ser demasiado insistente con ella.

Subió a su bicicleta, lista para marcharse. Él, incapaz de contenerse, insistió:  

—¿Cuándo volveremos a vernos?  
Ella giró la cabeza, con una sonrisa pícara, y exclamó con su voz de niña traviesa:  
—¡Uhm, déjame pensar! Creo que… ¡nunca!  

Él soltó una carcajada; amaba sus ocurrencias, aunque dolieran.  

—¿En la siguiente vida, entonces? —bromeó, siguiéndole el juego.  
Ella hizo una pausa, como reflexionando, y respondió:  
—Uhm... No, no en la siguiente vida. ¡Más bien nunca!  

En ese momento, un vecino que  bajaba a tirar la basura pasó por su lado ignorandoles.

Ella, al verle, alzó la voz con un tono teatral:  

—¡No quiero volver a verte nunca más! ¡No eres mi tipo, no me gustas! ¡No quiero que nos vean juntos! ¡Hasta nunca! —dijo, con una pícara sonrisa llena de complicidad, antes de pedalear con una risa que resonó en la calle.  

Él se quedó solo bajo la brisa veraniega, con una mezcla de diversión y vacío.  
—¡Ten cuidado! — se limitó a decir, mientras la veía alejarse pedaleando por una calle vacía en dirección prohibida.