El que vino sin alas

Elizabeth A. Navarro

Era alto,

como si el cielo se le hubiera olvidado cortar.
Color vainilla en la piel,
pero por dentro,
canela caliente…
dulce y ardiente a la vez.

Tenía una sonrisa
como un arco iris
bajo un aguacero de mayo,
esa sonrisa que no cura,
pero te hace olvidar que duele.

Y era inteligente.
Tres veces inteligente.
Palabras que bailaban
como música en la boca.
Hablaba como si cada frase
fuera una nota perfecta
en una sinfonía
escrita solo para mí.

Nunca dijo que me amaba,
pero yo lo supe.
Lo supe en la forma
en que se quedaba en silencio,
y aún así me abrazaba el alma.

Venía roto.
Un pedazo de corazón colgando,
como si se lo hubieran quitado todo,
menos lo justo para sobrevivir.

Y me preguntó:
“¿Tú crees en el amor?”
como si con mi respuesta
pudiera armarse de nuevo.

Yo lo amé.
Sin alas,
sin promesas,
con todas sus grietas.

Y se fue.
Como vino:
con la elegancia triste
de un ángel que alguna vez fue luz.

 

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