ELLAS NO FUERON
Esa mañana, inexplicablemente, sintió la imperiosa necesidad de doblar la esquina. Hacía ya casi nueve años desde que logró comprar por un precio razonable, a no mucho más de un kilómetro de la sucursal, una espaciosa casa ajardinada y aislada del exterior por un frondoso seto, donde transcurría la mayor parte de su tiempo libre, en los días frescos y de llovizna, en el refugio de la acogedora glorieta cubierta de floreadas enredaderas, leyendo o haciendo un bosquejo sobre alguna idea recién inspirada por la armonía que lo circundaba y que seguro plasmaría en otro de sus varios lienzos (momentos atrapados a la vida y convertidos en coloridas imágenes con las que lucía las paredes de su amplio estudio), mientras que en épocas estivales, vagueaba tumbado bajo el sol y dándose refrescantes chapuzones en la piscina.
Y ahí, de improviso, notó la presencia de la monotonía. En una ínfima fracción de segundo respondió al impulso de variar su trayecto cotidiano. Pensó en las veces que habría pisado sobre sus mismos pasos ya andados. Las mismas caras, los mismos transeúntes y vehículos en las mismas direcciones, siempre a la misma hora. Anónimos figurantes en el acontecer de su existencia. Pero esa mañana algo le indujo a girar a la derecha en un ademán casi de paso marcial. De haber continuado en su habitual recorrido, hubiera esperado a que el semáforo le diera su turno, cruzando después el paso de cebra y habría seguido en línea recta hasta encontrarse ante la fachada que destacaba entre el resto de edificios por las grandes cristaleras que presentaban una ostentosa exposición de mobiliario de cocina y electrodomésticos. Se hubiera parado frente a ella, respirando profundamente y hubiera subido los cuatro escalones que le llevaran hasta la puerta principal. Allí le interceptaría Mónica, la simpática recepcionista a quien era imposible no tener en cuenta mientras le preparaba un café a la vez que lo ponía al corriente de los últimos chismes relacionados con el departamento de atención al cliente. Saludaría al equipo de ventas y subiría a la segunda planta, donde estaban las oficinas de personal y administración, el despacho del subdirector y el suyo.
Solía llegar de los primero. Madrugaba incluso en los festivos, lo que contrariaba sobremanera a su esposa Ana, con quien llevaba casado doce años. La conoció en la universidad. A decir verdad, los presentó Esteban, Esteban Posada, a comienzos del último curso de empresariales; habían crecido juntos. Diríase que Cupido atinó en atravesar dos corazones de un solo tiro. Se dieron la mano, se saludaron con un hola al unísono y luego, sintiendo como si el tiempo se detuviera, mirándose con una sonrisa alelada, permanecieron sin soltarse como si estuvieran labrados en mármol. Fue Esteban quien, agarrando ambas muñecas delicadamente pero con firmeza, tiró de ellas hasta separarlos. Cuando volvieron a la realidad se sonrojaron dirigiendo la mirada al suelo, señal definitiva para apostar que estaban hechos la una para el otro. Mientras se alejaba arrastrado por su amigo, se volteó queriendo mirarla de nuevo. Ella, más recatada, giró la cabeza sobre su hombro, caminando en dirección opuesta, y le sonrió. Él se despidió con un tímido gesto.
Por un instante se detuvo con el propósito de volverse atrás, pero rechazó la intención y se dejó llevar. Cruzó al frente, buscando la otra acera con pocas precauciones, viéndose repentinamente envuelto en un desafinado concierto de bocinas con voces y coros entonando improperios a destiempo mientras sorteaba una hilada de contenedores rebozando de basura que despedían un hedor asfixiante. Ya sintiéndose a salvo al otro lado, se aflojó el nudo de la corbata, se desabrochó el último botón de la camisa y se quitó la chaqueta, colgándosela sobre su hombro enganchada por el cuello con dos dedos. La inclinación de la calle le forzó a apresurar la marcha y en un santiamén llegó a la esquina opuesta, torciendo a la izquierda. Así accedería al segundo piso directamente tomando el ascensor desde el almacén, cuyas amplias puertas estaban abiertas y, por suerte para el negocio, en constante actividad. Se consideró afortunado, lo que le indujo a reflexionar sobre el por qué su costumbrismo tan estandarizado había sido sometido por un reflejo irracional. Analizó el concepto, encontró cómico todo lo sucedido y, como tal, resolvió recrearse en dicha sensación.
Enfilando la avenida con el sol dándole de frente se cubrió los ojos con la palma de la mano. Oteó el horizonte a su alrededor y vio su improvisado y novedoso escenario. Junto a la puerta del almacén alcanzó a distinguir el flamante BMW tres veintitrés rojo rally descapotable del subdirector. Le sorprendió verlo allí tan temprano, porque siempre fue reacio a abandonar las sábanas antes de las nueve.
Oteó un poco más lejos y la vio atravesando la calzada de forma erguida y andando con una elegancia danzarina, vistiendo además un traje de punto verde, ligero y ceñido, llevando su trigueño cabello recogido en un moño. La recordó al instante como la primera vez que la miró: su tersa piel salteada de pecas amarillas por los hombros y el pecho y la espalda, que centelleaban asemejando pepitas de oro expuestas sobre la piel de un ángel sabiamente curtida. También recapacitó, algo afligido, sobre cuánto tiempo hacía que no la apreciaba tan bonita, lo que reavivó el apasionado enamoramiento de la primera vez. Llevaba gafas oscuras de grandes lentes que ocultaban sus ojos azules y buena parte de su torneado rostro. Él alzó su brazo libre, agitándolo con la mano abierta, pero ella pareció no verlo y subió al coche de Eduardo, que inmediatamente se incorporó al tráfico. Estuvieron retenidos unos instantes a causa del semáforo y quiso correr y acercarse a ellos, pero a la vez temió ser imprudente, como si fuese a interrumpirles la privacidad con su aparición. De golpe, su cabeza fue un bullicio de contradicciones, recelos y justificaciones, sospechas y excusas, humillación y despecho. Se avergonzó de que sus empleados lo vieran en ese momento, habiendo sido testigos, y a saber por cuántas veces, en tal alarde de indiscreción, de una situación que, más que sospechosa, no dejaba lugar a dudas. No era razonable que la hubiera dejado quince minutos antes en la cama y, sin haberle comentado nada, apareciera y «se esfumara» de esa forma ante sus narices.
Quiso haberse equivocado. Sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y llamó a su casa; contestó Trudi, la asistenta: no, la señora había salido. Giró sobre sus pasos. La vergüenza se transformó en odio. Volvió hasta la puerta principal y subió a la planta alta sin dilación. Cortó de raíz la intención de su secretaria, que le recitaba usualmente el planning del día tras los acostumbrados saludos de cortesía, mostrando firmemente la palma de la mano ante ella. Su expresión adusta no se prestaba a objeciones: «No estoy para nadie» fueron sus únicas palabras antes de pasar a la oficina cerrando la puerta tras de sí. A solas, las lágrimas irrumpieron espontáneas e inesclusables.
Dejando el cuarto a oscuras, se tumbó pesadamente sobre el sofá fijando la vista en el techo, algo conturbado. Al rato se incorporó mareado. A trompicones, encendió la luz y buscó en el armario unos sedantes que le habían recetado hacía mucho tiempo y que ni siquiera había sacado del envoltorio. Ingirió dos comprimidos de una vez, necesitaba apaciguarse. Las sienes le latían dolorosamente y un cúmulo de angustia se le había condensado en la garganta. Se sirvió un generoso whisky, que apuró de un solo trago, y a continuación volvió a llenar el vaso llevándolo a la mesa. Una nota manuscrita sobre el escritorio llamó su atención: «Estaré reunido toda la mañana. Si me necesitas, déjame un mensaje». La firmaba él. Tomó asiento más sosegado. Sorbió otro largo trago y disfrutó del ardor del alcohol penetrando en sus entrañas con el mismo agrado que con la sensación de que en su mente se desvaneciera la turbulencia y la idea de venganza le produjera consuelo. Al releer la nota sonrió burlesco a causa de tan burda dispensación. Arrugó el papel estrujándolo con saña y lo tiró a la papelera.
_***...***_
—No, señor. A primera hora me pidió una guía telefónica, y hace poco que salió. Me tiene muy preocupada, señor Posada. Últimamente se ha convertido en un auténtico desconocido.
«Desconocido» no era una descripción que resarciera el sentimiento de Eduardo después de que lo expulsara de su despacho con esa mirada desdeñosa y aires de prepotencia, todo en un tono de soberbia tal, que hubiera hecho temblar al más tirano de los soberanos que el mundo haya padecido.
Precisamente, aquel día en que estaba pletórico de orgullo. Uno de los asuntos que más quebraderos de cabeza le estaba dando era el de las continuas quejas por parte de los clientes sobre el acabado del montaje de los muebles en sus domicilios. Desde meses atrás mantenía conversaciones con otra empresa y, por fin, había logrado un provechoso contrato. Se comprometían a prestarles un servicio con garantías de profesionalidad a un coste menor del que tenían acordado con la actual, con la que estaba bastante decepcionado. Llevaban muchos años sirviéndoles y se habían acomodado y confiado. Los operarios cumplían con desidia y a veces hasta mostraban actitudes licenciosas hacia los clientes. Una vez cerrado y firmado el nuevo acuerdo no escatimó un instante para llamarlos y comunicarles que la filial CooKing&Cia. prescindía definitivamente de sus servicios.
Eduardo se regocijó inmisericorde mientras le pedían que lo reconsiderara, pasándose la llamada de un alto cargo a otro superior, pero él se mostraba impertérrito a cada ruego. Deseaba compartirlo y celebrarlo con su amigo, mas tuvo que tragarse toda la ilusión, de la misma manera que sus deseos de mandarlo directamente a la mierda.
Había sido él, con su esfuerzo y desvelos, quien había llevado a la compañía hasta ese nivel de competitividad dentro del sector, siendo un fiel y eficiente relaciones públicas y luchando hasta la extenuación por obtener la franquicia de una de las multinacionales más codiciadas. ¿En qué posición se creía para expresarle ese desprecio? ¿Es que ahora era prescindible? (De esa herida comenzó a manar a borbotones un malsano rencor.) Cuántas veces hubo de soportar injustamente las acusaciones de su amada Bibiana, la mujer de su vida y sufrida compañera, en tantas frecuentes apariciones de madrugada, ebrio y con la ropa oliendo a humo y perfumes femeninos. Era parte de su trabajo, pues no había mejor agasajo para los ejecutivos que confraternizar en un ambiente de discreto libertinaje. Colmar sus bajas pasiones, era su ardid, y para ello contaba con la imponderable colaboración de Mauricio Guzmán, su mano zurda. Lo conoció en La Habana por casualidad. Regentaba un bar de mala muerte, pero pronto advirtió su gran potencial, inexorable aunque prudente. Le propuso venirse y le aseguró que lo arreglaría todo. Pondría a su disposición un local reservado, de clientela selecta, el cual utilizaría cuando requiriese de un servicio de distensión exclusivo para sus comensales, entre atenciones de damiselas cándidas y gallardos efebos de refinados modales y variados afectos.
Le llamó por teléfono; comunicaba. «Perfecto», pensó; al menos está en línea. Entró en un bar, se sentó en la barra y pidió un cubalibre. Ojeó distraídamente el periódico y a mitad del segundo cigarro volvió a llamar.
—¡Viejo! —le contestó al otro lado el socio— ¿Dónde te metes, que ya no se te ve?
—Nada, compadre —dijo imitándole el acento—. Negocios. Me preguntaba si tenías un momento —le inquirió mientras aplastaba la brasa del cigarro en el cenicero.
El Babel, en la claridad del día, era el reflejo del aspecto de una puta al amanecer. A puerta cerrada se reunieron Esteban Posada y Mauricio Guzmán, quienes habían vaciado una botella de un poderoso aguardiente. «Purito ron casero, helmano. Más de diez años en barrica de roble. Y estos tabacos son excelentes. No los cata ni el mismísimo Fidel, chico», le advirtió el caribeño, que también había traído una bandeja con un montón de cocaína de la que separó una parte usando una Visa Oro con la que oprimió y esparció varias veces la sustancia hasta polvorearla, separándola en una serie de rayas que fueron esnifando mientras charlaban.
—Usted no se apure pol güevonadas, ¿oyó? —se le acercó aproximando la boca a su oído para susurrarle-. Yo me hago calgo de esa vaina.
_***...***_
La cena transcurrió entre largos silencios y algún banal comentario sobre las cualidades de la comida o el vino (estéril combinación). Esteban pidió otra botella del Vega Sicilia de una reserva especial, a punto ya de acabar con el jugoso solomillo que les habían recomendado.
—Ciertamente, una delicia —dijo alabando la buena disposición del restaurante que había frecuentado en alguna otra ocasión—. Te agradezco que aceptaras mi invitación. Como te comenté, mi mujer me llamó para contarme que se iba con Ana al teatro y llegarían tarde. Supuse que tampoco te apetecería cenar solo. Más parece que fueran ellas las íntimas amigas. Fíjate si alternamos con poca frecuencia aun estando enfrentadas las puertas de nuestros despachos.
«Enfrentadas ¿No había sido una ironía?», se regodeó.
—En realidad —le contestó con resignada pasividad— me halaga tu convite. Creo que últimamente he estado prestando tanta atención al infinito que he descuidado mi retaguardia. Sin embargo, me da la sensación de que hay una razón detrás de este encuentro: acaso quisieras contarme algo... —estaba convencido de que éste nunca delataría lo suyo con Ana, pero buscaba confundirlo y lo había conseguido: le indujo a adoptar un talante defensivo—. Dime, ¿cómo te fue en aquella reunión?.
Se sintió aliviado, dado el giro de tema tan sospechoso en su interlocutor. Le narró, ahora con menor entusiasmo y sin adornos épicos, aunque pretendiendo acaparar su atención, los pormenores de la operación. Enfatizó en lo excitante de la experiencia de recorrer la ciudad en motocicleta, pues decidió utilizar una de los mensajeros para que Bibiana fuera en su coche, más cómodo de conducir, a casa de sus padres, porque debía circular por prolongadas autopistas. «...Y te aseguro que me sedujo la libertad de notar el viento en la cara, zigzagueando entre las tediosas colas, saliendo el primero en los stops y viendo de reojo el rostro de los conductores sudorosos y agobiados. He pensado en comprarme una para atender estos trámites».
Ginés Gil notó cómo la piel de sus mejillas, bajo sus ojos, le empezaba a colgar como si fuera pellejo, y le costó controlar el peso de la mandíbula inferior, que quería descoyuntarse y caer sobre el plato no retirado que antes contuviera un solomillo. Intentó asir la copa de vino para mitigar la sequedad de su boca, pues la lengua se le convirtió en piedra de sal. Con el pulso tembloroso, tratando de disimularlo, logró sostenerla en relativo equilibrio y llevarla a sus labios. Bebió de manera apurada atragantándose, tosiendo y cubriéndose la boca con una servilleta. Tardó unos instantes en recuperarse y después empezó a hablar con cierta dificultad:
—Yo...yo...no sé cómo... —balbuceó palabras inconexas, pero al poco recobró la compostura y miró a su amigo a los ojos con ternura—. Lo siento. Creo que he sido demasiado egoísta y por un accidente aprendí que si perdiera las cosas verdaderas que poseo caería en la locura. Y así ha sido. Conozco bien cuáles son tus ambiciones y te he retenido a mi lado porque eres irreemplazable. Pero no es justo para ti. De todo mi dinero heredado apenas he usado una parte invirtiendo en acciones que hacen crecer mi patrimonio... Y no espero mucho de la vida, me place observarla. ¡No! —sentenció rotundo a la vez que llamaba al encargado indicándole que se cobrara y desdeñando su ofrecimiento de postre o licores—. Me marcho de vacaciones con mi esposa para disfrutar hasta hastiarnos sin desvelos y haciendo cosas en común. Quiero que seamos unos turistas perdidos por tierras lejanas. Tú dirigirás la empresa en mi ausencia y así te promocionarás para un merecido ascenso. Eres listo, sabrás cómo ganártelo. Sólo te encargo un enorme favor, y es que intentes que quien te sustituya en el cargo tenga al menos una pizca de tu intuitiva habilidad para los negocios.
Eduardo se excusó para ir al baño. Allí desmontó el móvil, sacó una tarjeta SIM de la cartera y la intercambió. Lo llamó al personal, no operativo. El de clientes también estaba apagado. «¡Mierda!», masculló. Extrajo la tarjeta, rompiéndola en pedazos que tiró en el retrete pulsando la cisterna hasta hacer desaparecer todos los trozos. Cuando salió, Ginés lo esperaba en la puerta. Al llegar junto a él sonó una fuente estrellándose contra el piso, momento en que sintieron una extraña sensación recorrer sus espaldas desde la rabadilla hasta la nuca. El camarero rió jocoso.
_***...***_
Introdujo el CD de sinfonías de Beethoven y se acomodó a esperar mientras anochecía. Llamó su atención un estrépito de vidrios y al mirar hacia la puerta se percató de que salían. Los había seguido desde su negocio. Al principio le inquietó el súbito encargo de dos objetivos tan cercanos, le preocupaba actuar contra uno solo mientras el otro se pondría en alerta. Se alegró al verlos subir juntos al coche, y más aún cuando estacionaron en el descampado al lado del restaurante. Enfrente, en la cuneta, en un terraplén entre dos árboles, aparcó la furgoneta negra camuflada por los ramajes. Desplegó un asiento frente a la ventanilla lateral, que dejó entreabierta. Montó sobre un trípode su preciado Minagant, uno de los pocos de una serie especial fabricada para los francotiradores del KGB en la extinta Unión Soviética. Calculó a ojo la distancia y reguló la mira telescópica. Primero pensó en dejar una lapa bajo el coche y marcharse, pero lo descartó. Le gustaba ver caer y rematar a la pieza abatida, y este doblete no era frecuente.
A la mañana siguiente escuchó por dos veces aquel mensaje en que el cubano maldecía con palabras tan indecentes incluso para repetir ante el mismísimo demonio. Desconocía qué había ocurrido, pero iba a averiguarlo. Era evidente su enfado cuando asomó la cabeza en la agencia de «Bill, el Botas». Lo sorprendió apresurado metiendo documentos en un maletín. Al escuchar los pasos tras él se volvió con evidente nerviosismo. Transpiraba como un cerdo.
—No... no tengo el dinero, lucky —secó el sudor de su cara con un pañuelo que fue a guardar en el interior de la cazadora—. ¿Pero... por qué... también a él? —recibió dos balazos en el pecho y de la altura de su axila se escurrió un treintaidós que cayó al suelo con estruendo. Y ese tipo, aún en pie, se tambaleaba resistiéndose a morir. El silenciador atenuó los estampidos.
_***...***_
Bibiana era un gimo suspendido en el aire con riesgo de desvanecerse al menor soplo de brisa. Apoyada en el brazo de su amiga, que conservaba mayor entereza, recibían las condolencias de los presentes en el sepelio. El último en transmitir el pésame fue un comisario de la policía. Le aseguró el mayor esfuerzo para hallar a los responsables, aunque su pista más factible fuera la llamada que realizó Ginés Gil a El Botas, un corrupto detective de dudosa reputación, minutos antes de que lo mataran. Este indicio les condujo a un punto muerto. Le ofreció protección pero Ana la rechazó. Aún así, le dejó un número por si quería localizarlo y, al besar su mano, la miró con un velado ademán de galantería que ella reprobó con un severo gesto de reproche que hizo que el agente se sintiera sucio. Sin embargo, era su trabajo indagar en si verdaderamente era una viuda desconsolada, y esto disipó sus dudas. «Entiendan que deben responder a unas preguntas cuando les sea oportuno. Créanme que sentimos mucho lo de sus esposos».
_***...***_
Al despertar, el reloj de la mesilla indicaba que ya había pasado el mediodía. Le apeteció una infusión. Tenía frío. Se abrigó con un albornoz y bajó a la cocina. Cuando puso el agua al fuego comenzó a oír un tintineo que provenía del estudio de su marido. Se figuró que habría quedado una ventana abierta. Fue al entrar en la habitación cuando le extrañó verla tan oscura. Sólo la luz del flexo articulado iluminaba a escasos centímetros del escritorio, lo justo para entrever la silueta de una persona sentada detrás. Usando el abrecartas martilleaba un jarrón de porcelana.
—Está en su casa. No sea tímida, pase —se burló sarcástico con un marcado acento balcánico mientras indicaba con el caño del arma que se situara más hacia el centro de la estancia.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi casa? —la tetera silbaba insistentemente—. Llévese lo que quiera pero no me haga daño.
—Me ofende confundiéndome con un vulgar ladrón. Estoy aquí porque su marido me contrató para un trabajo, que yo cumplí, y no he cobrado. Al contrario, me ha causado muchos problemas.
Ella le indicó con una seña que debía acercarse a la mesa. El desconocido se levantó y se fue a una esquina protegido en la penumbra. Ana prendió el ordenador y accedió a una de las cuentas ocultas de Ginés (él se preocupó de que las conociera por si ocurría «alguna cosa»). Solamente le preguntó por la deuda y éste le respondió que 50.000 «por los inconvenientes». Tecleó el número que el malhechor le dictó y simultáneamente le llegó al celular de aquél la confirmación del ingreso.
—Como podrá comprobar, la transferencia es de 100.000 —Sus ojos se tornaron gélidos como una fina capa de hielo que cubriera un límpido lago: frágil y peligrosa—. Digamos que es un seguro de vida. Aprovecho para que traslade a Guzmán un mensaje: los asuntos de El Babel pasan a mi supervisión, lo que no debe de preocuparle porque las condiciones serán similares a las que trató con el difunto Eduardo. Y que, por lo demás, todo está bien así. Y ahora, si usted me disculpa... —añadió conminándolo a marcharse, vano arresto, pues ya había desaparecido.
Regresó a la cocina, volvió llenar de agua la tetera y la puso a calentar. Descolgó el teléfono y contactó con su asistenta para que no viniese en esa semana. Cortó y marcó distinto número.
—Bibi, cariño, desearía tanto que estuvieras aquí… —reclamó con meliflua entonación. La mujer al otro lado de la línea debió de corresponderle, dado el lascivo jadeo emitido por Ana y su semblante placentero—. No dejes de venir con riguroso luto, tenemos mucho por lo que consolarnos.
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Autor:
Lío Cardo (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 21 de junio de 2025 a las 04:11
- Comentario del autor sobre el poema: gracias por la lectura y espero que haya sido de tu agrado. Cualquier opinión, crítica, corrección, será bienvenida.
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 16
- Usuarios favoritos de este poema: EmilianoDR, Mauro Enrique Lopez Z., Nelaery, Eduardo Rolon, Antonio Pais, Pilar Luna
Comentarios4
Emocionante relato de intriga, que va ganando en intensidad, a medida que se va leyendo cada línea, para acabar en un inesperado final.
Quién hubiera imaginado que fueran las esposas quienes habían ideado el plan!!!
Justo unos personajes que parecen estar en tercera fila, resulta que son las creadoras del doble crimen.
Magnífico relato, poeta Liocardo.
🤣 no hay pruebas que respalden tu acusación. 😉. Ahí queda la intriga.
Yo ni lo confirmo ni lo desmiento.
Gracias por tu interés y lectura, amiga Nery.
😘
He acusado sin pruebas.
La culpable es mi mente.
Gracias a ti, amigo Liocardo.
😘
Enfilando la avenida con el sol dándole de frente se cubrió los ojos con la palma de la mano.
Esta frase hace llevadero el luto del final.
Gracias amigo liocardo.
Saludos.
Es que el sol suele encandilar y no deja ver con claridad.
Gracias maestro por la visita y amable atención. Espero que haya sido de tu agrado.
Un saludo afectuoso.
Gracias y ha sido de mi total agrado.
Creo es material para seguir un libro o novela.
Saludos.
Es que, precisamente, el relato corto o breve consiste en usar el menor número de datos y palabras para contar una historia. Creo, si es que lo he logrado, que la historia está completa y conclusa. Deja a la potestad del lector imaginar la trama colateral. Que es bonito porque es participativo, no dar todo masticado.
Usando un símil culinario, como un solomillo sangrante de vuelta y vuelta 😃.
Aunque mirándolo de otra manera, es que soy un escritor un poco vago, y le dejo al lector la tarea de escribir el resto 🤣
interesante cuanto , muy bien relatado poeta
gracias por ello.
Fue Esteban quien, agarrando ambas muñecas delicadamente pero con firmeza, tiró de ellas hasta separarlos. Cuando volvieron a la realidad se sonrojaron dirigiendo la mirada al suelo, señal definitiva para apostar que estaban hechos la una para el otro.
besos besos
MISHA
lg
🤗😊
Me alegra, flaquilla, que te haya gustado. Un poco de alternativa a los poemas.
Gracias por pararte a leerme. Es un honor.
Besos para ti también 😘
Con placer
Lio
Mantienes muy bien la intriga durante todo el relato. Un saludo.
Eres muy amable, encantadora amiga pilu, en dedicar tu tiempo y tu atención a mis humildes y sencillas letras escritas con intención de agradar a quien como tú generosamente me regala un poco de su interés.
Es mi deseo que te haya sido satisfactoria la lectura.
Gracias.
Saludos a ti también.
Lio.
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