LOS ABRAZOS DE TU TOGA.

Norma Cecilia Acosta Manzanares

LOS ABRAZOS DE TU TOGA. © 2025 [Norma Cecilia Acosta Manzanares]. Todos los derechos reservados. 

 

I. LAS COSTURAS DE TU AUSENCIA

Padre,  

tu toga negra aún cuelga  

en el armario de mi memoria,  

pero no como un símbolo,  

sino como una prenda incompleta:  

le faltan los botones que perdiste  

corriendo entre rejas,  

el doblez izquierdo que gastaste  

al inclinarte sobre escritorios ajenos,  

el hilo suelto que dejaste  

cuando la muerte te citó  

sin derecho a apelación.  

 

Yo, la niña que solo conoció  

el eco de tus pasos en el pasillo  

—siempre llegando tarde,  

siempre oliendo a café y tinta—,  

hoy reconstruyo tu rostro  

a partir de cicatrices ajenas:  

“El abogado que me salvó”,  

dice uno,  

y en su voz agrietada  

escucho por fin tu “buenos días”.  

 

II. DIÁLOGO CON LO INVISIBLE 

“¿Por qué defendiste a tantos  

y a mí solo me dejaste  

estos abrazos prestados?”,  

te pregunto en voz baja  

mientras un hombre llora  

sobre mi hombro.  

 

Él no sabe  

que su gratitud es ahora  

mi única cartilla para aprenderte:  

—En sus manos ásperas  

leo los expedientes que no me leíste,  

—En su temblor,  

las noches que pasaste  

deshojando leyes como margaritas:  

“Absuelto, culpable, absuelto…”

 

(Y yo,  

que nunca tuve tu regazo,  

aprendo a ser hija  

en este tribunal de brazos ajenos.)

 

III. LAS HERENCIAS QUE NO SE FIRMAN 

Tus abrazos no fueron  

los de un padre,  

sino los de un hombre  

que convirtió la justicia  

en actos de amor anónimos. 

—Cada apretón de manos  

que devolviste a un condenado,  

era un fajo de versos  

que nunca me escribiste,  

—Cada “no culpable” gritado,  

era el arrullo  

que el tiempo te robó.  

 

Hoy lo entiendo:  

defendiste mi nombre  

no en cunas ni cumpleaños,  

sino en el papel carbón  

de sentencias que otros llaman  

“milagros”.  

 

IV. EPÍLOGO: TESTAMENTO DE UN FANTASMA  

Padre,  

tu toga ya no existe:  

la justicia se volvió  

un cliente sin rostro  

que nadie quiere defender.  

 

Pero en mi pecho guardo  

el último recurso que me dejaste:  

—Cuando un desconocido me abraza,  

sus brazos dibujan  

la letra pequeña de tu testamento:  

“Perdóname por haberte amado  

en lenguaje de tribunales.  

Aquí tienes, hija,  

todas mis derrotas convertidas  

en abrazos.”

 

Y yo,  

que juré no ser abogada,  

ahora defiendo tu memoria  

con las únicas pruebas admisibles:  

lágrimas y tinta.  

 

P.D.  

Hoy, donde quiera que estés,  

recibe este "Feliz Día" tejido  

con los hilos sueltos de tu toga  

y los ecos de los "no culpables"  

que fueron mi arrullo.  

Te recuerdo defendiéndome.

 

 

 

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  • Autor: Frenesí (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 17 de junio de 2025 a las 23:58
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 7
  • Usuarios favoritos de este poema: WandaAngel
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