redención

¿Cómo sé que mañana llegará? Es la pregunta que solía repetirme en medio del laberinto en el que me había encerrado, un laberinto cuyas paredes parecían irreductibles. Había cometido tantas cosas malas, tantos errores, que no tenía idea si la redención era posible. Cada noche, caminaba por mi propia casa como un alma en pena, con el corazón en las manos y el alma helada, atrapado en lamentos por el ayer, por el presente y por un futuro que parecía lejano, casi inalcanzable.

Mi mundo se había teñido de un gris perpetuo, y en mis pensamientos solo se repetía esa silueta oscura, la misma que me acechaba en cada esquina. Cada noche tenía miedo de verla, esa sombra que parecía decirme que todo estaba perdido. ¿Qué querías de mí, cuando siempre hice todo por ti? ¿Cómo puedo confiar en que el mañana llegará, en que volveré a reír, en que volveré a amar?

Me descuidé tanto que olvidé cómo amarme a mí mismo. Haberme equivocado me dejó cicatrices y lecciones que, aunque dolorosas, me ayudaron a entender. La oscuridad fue profunda, pero, en medio de ella, encontré la luz para salir. La vida me empujó a escribir, a plasmar sueños y heridas en papel, y en ese acto encontré un suspiro de esperanza.

Después de aquella dulce oscuridad, descubrí el mañana. Me reencontré en medio del caos, me reconstruí desde los escombros de mi propio sufrimiento. Pude salir de allí, de ese pozo profundo, y con cada paso, sentí cómo el amor propio volvía a brotar. La redención no fue fácil, pero fue real. Es un camino que sigo recorriendo, un horizonte que sigue expandiéndose frente a mí.

Hoy sé que, aunque la tormenta golpee fuerte, siempre hay una posibilidad de amanecer. Solo hay que tener la valentía de seguir caminando, de creer en esa promesa invisible: que el mañana, siempre, llega.