“La misión de un buen médico es la
de saber mentir, o saber engañar al
enfermo, si es que éste se deja…”
(Unamuno)
Estoy en la certeza de que los médicos saben más de lo que dicen a la vez que menos de lo que aparentan. Y en ello estriba su poder: en lo que insinúan veladamente. Hay que leerlos entre líneas; intuir lo que ocultan tras esa impoluta bata blanca.
A esta convicción he llegado después de una asistencia a su consulta. Amanecí afónico y congestionado. Me gano la vida como locutor; vaya faena. Y en la necesidad, fui a que me curase. A priori todo parecía muy simple. Qué iluso, yo. Me asombra ese porte autoritario con el que manipula al paciente. Con el mismo aplomo dice «abra la boca» que, mientras se pone un guante de látex ajustándolo bien al dedo corazón (y lo hace enfrente de uno, una premonición más cruel que si un cirujano te muestra los instrumentos con los que va a realizar una amputación), se acerca, te mira fijamente, y suelta: «bájese el pantalón e inclínese». En mi caso no llegó tan lejos. Y esto obedece a una estrategia: el sometimiento. Así que uno se deja hacer por un desconocido lo que no le permitiría ni a un íntimo. Y en esta tesitura, me exploró (literalmente): «abra la boca; saque la lengua; abra más; diga treinta y tres… ». ¿Que diga treinta y tres? ¿Cómo quiere que diga treinta y tres? Con un palo de polo metido hasta la garganta que me sujeta la lengua y él, en una mano el palo y en la otra una linterna que parece un arqueólogo en las cuevas de Altamira. Aún así, se intenta: «Haja-hueee». Pero no está contento: «Más alto, por favor». Más alto será, porque más claro… Por el mismo precio, le puedo decir "Pamplona".
No conforme con revisar la cavidad bucal, además se interesa a fondo por el resto de orificios faciales. Sí, faciales. Ni mi madre cuando era niño (¿Cuando era niño?). No nos respetan. Ya digo que forma parte de una estrategia: apocarnos. La palabra del médico es suprema; sagrada; va a misa. Aunque no sepas qué te dice no queda otra que asumir. Tras la inspección me pidió que me sentara y, cariacontecido, como de costumbre, me explicó que padecía una hipertrófia rinofaringea. Debió de ver mi gesto de estupefacción, porque me aclaró: adenoides. Ya. Porque su intención desde el principio es la de humillar. Pero uno tiene sus límites. Ni volví a preguntar. No iba a darle la satisfacción de decirle que no sabía. Así que se puso a escribir… bueno, a rayar sobre la receta. «Se me va a tomar usted un comprimido de acetilcilisteína cada ocho horas y con esencia de camomila hace gárgaras mañana y noche, y le da este papelito a la enfermera para que lo derive al otorrinolaringólogo». Menos mál, me lo dio por escrito. Me los guardo tras echarle una ojeada y poniendo mi mejor cara, le digo: «¿Y es grave?». Por supuesto, no iba a hacerme de menos. «Haremos unas pruebas por saber si es congénito o adquirido». «Perdón ¿Con… qué, ha dicho?».«De herencia». Será que tendré que pasar por el notario…
Y mi madre quería que me tomara manzanilla con miel y aspirinas. Qué ilusa ella.
Comentarios1
😂😂😂😂😂
Es verdad. Algunos médicos, con su lenguaje científico, te dejan estupefacto!!!
Te quedas consternado, sin saber qué responder, sin enterarte de cuál es el problema.
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