Lo veías pasar,
envuelto en harapos y sombras,
con la espalda vencida
y los ojos cargados de historias no dichas.
Lo veíamos cruzar las plazas:
el Jardín Madero, el Jardín del Obelisco. Como un cuervo viejo, envuelto en capas de invierno sin nombre, con la espalda doblada por el peso de las calles y los siglos.
Llevaba cobijas,
alas en forma de cartones,
como si fueran capa o mortaja,
tal vez ambas.
Eran su abrigo contra el mundo,
su casa portátil,
su escudo contra la risa cruel de los días.
Dicen que venía de buena cuna,
que alguna vez supo lo que era el calor de un hogar
y la ternura de un nombre.
Pero la vida —o la locura— lo fue separando
hasta dejarle casi solo.
A veces era duro,
olía a abandono,
a calles largas y noches sin luna.
Otros días, se reía solo,
como si el mundo aún le contara chistes
que ya nadie entendía.
Dicen —con susurros de cantina—
que tuvo madre, libros,
y un apellido que pesaba como el plomo.
Que una tormenta interna
lo arrancó del árbol familiar
y lo arrojó a la intemperie del juicio ajeno.
Odiaba a veces,
pero también reía,
reía como un niño que aún guarda
una caja de dulces.
Lamentable:
ardió su cuerpo sin merecerlo,
mientras un silencio sellaba su tumba.
Ahora, nadie sabe dónde duerme.
Tal vez en el mármol del recuerdo,
o en los muros descascarados
de una ciudad que aprendió a mirar hacia otro lado.
Pero nosotros,
los que todavía creemos en la memoria,
le dejamos este canto.
Porque El Cobijas
fue un espejo donde no quisimos vernos.
Porque fuiste humano, y con eso basta.
Hoy te recordamos como se recuerdan los ríos: no por donde nacen, sino por todo lo que tocan a su paso.
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Autor:
Astronauta (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 2 de junio de 2025 a las 12:43
- Categoría: Reflexión
- Lecturas: 7
- Usuarios favoritos de este poema: Augusto Fleid, Mauro Enrique Lopez Z., alicia perez hernandez
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