El Japonés

María José Irigoyen

 

 

Bajo el incesante abanico que rueda y rueda

veo al japonés apagar su lámpara blanca

signo de advertencia de irse a la cama.

Con mi vestido rojo de escote ajustado

salgo al encuentro de sábanas blancas.

Unos labios bien marcados buscan los míos

y se apertura un acto penetrante;

de ojos encendidos y bocas relucientes

de lenguas serpientes

de manos ardientes

convertidos en donantes de sangre.

Un corazón se apaga y una luz se enciende

Es momento de abrir corriente

a la cúpula del Sékkusu

al delirio de la embriaguez

carnal y banal

poseer sin poseer.

 

Retorcidos aguantamos angustias

en el vaivén por la época seca.

 

El japonés inclina la cabeza

hace un saludo magistral

probando sediento

la sustancia prodigio

de la hermosa flor hirviente.

En el vértigo de cabellos esparcidos

por las sábanas agónicas

habitaciones separadas, número 103

¡hijos desterrados de la noche!

 

Nos parimos en el aroma sazonado

de manos que se buscan a poca luz

de llanto abrumado

detectados por la respiración lenta sin cesar.

Sintiendo éste un mundo verdadero

un momento solitario, tan solo nuestro

perdidos en gemidos que viven solo pocos.

Repitiendo el acto como dos religiosos.

 

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