Mi reverendo día de miércoles

Hoy el sistema me guiñó el ojo…
y me dio una patada en la cuenta.
El banco, ese amante frío y puntual,
me embargó los ahorros con la ternura de un robot sin alma.

¿La causa?
Mi contadora olvidó pagar mis impuestos.
Una omisión involuntaria, dijo.
Claro.
Como olvidar un cumpleaños ajeno, pero jamás el día de cobro propio.
Qué ironía tan puntual… como su factura.

El jueves, apurado, se coló en mi miércoles
como quien se adelanta en la fila del súper
con cara de "solo tengo dos cosas".
Y así, lo que era un día a medio morir,
se convirtió en un desfile de urgencias no invitadas.

El wifi… evaporado.
La red, un fantasma.
Hablé con el módem como quien reza en latín,
pero ni luces, ni milagros, ni conexión.
Solo el eco digital del abandono.

Mi auto —socio eterno de mis derrotas—
me miró desde el garaje con dignidad herrumbrada.
Giré la llave.
Silencio.
Un silencio con olor a burla.
“Hoy no, poeta. Caminá tus problemas.”

Y ahí iba yo,
hombre moderno sin acceso, sin ruedas, sin saldo,
preguntándome si el karma no tendría sentido del humor.

Pero la vida, a veces,
guarda su mejor parte para el final.

Ya en casa, abrí la puerta…
y mi hijo me abrazó como si no le importara que su padre
hubiera perdido todo menos el nombre.
Y mi mujer —esa que sabe la verdad y aún así me ama—
me sonrió como si yo no le debiera al Estado… ni al destino.

Y entonces supe,
que por más embargos, cortes, olvidos y autos que se rebelan,
mientras existan sus brazos esperándome,
ningún día,
ni siquiera un reverendo día de miércoles,
puede derrotarme del todo.