DESPEDIDA
El odioso despertador sonó, como todos los días laborables, a las 6:45 de la mañana. Y así comenzó otra de las rutinarias jornadas de Juan Ignacio; una preparación contrarreloj: dejar abierta el agua en el grifo del baño para, mientras se calentaba, entre tanto, poner el pan en la tostadora, la cafetera al fuego, una ducha exprés, desayunar al ritmo de la afeitadora eléctrica y, de postre, una o dos aspirinas con las que mitigar los efectos de sus asiduas tardes entre vinos y cervezas en la cantina donde se reunía con los amigos a jugar al envite o el dominó.
Arrancó su vieja camioneta y se dirigió a la empresa pensando en lo cerca que le quedaba su ansiada jubilación –apenas dos años le separaban de ser libre– y en los buenos ratos de ocio bien merecidos que por fin iba a disfrutar al desprenderse de sus obligaciones profesionales.
Administrativo en la Westernelectric&Cia.SL, compañía dedicada a la importación/exportación de electrodomésticos, desde hacía más de veintisiete años su vida laboral había transcurrido entre montones de papeles, informes de contabilidad, memorándums, contratos y despidos, e incluso, recordaba haber redactado más de un discurso para algún directivo de limitada retórica.
Las congratulaciones por sus servicios le eran constantes: «nuestro mejor ayudante», «sin usted estaríamos perdidos», «esta empresa se mueve gracias a su iniciativa»… De esta guisa solían ser los elogios que recibía a menudo y, en ocasiones, acompañados de algún talón a modo de agradecimiento.
Aquella mañana, según accedió al hall, Gertrud, la encantadora recepcionista, le requirió para notificarle que el director había pedido que pasara por su despacho en cuanto llegase, pues debía hacerle personalmente un comunicado de su interés
«El ascenso que tanto le habían prometido» –pensó el secretario–. «Con esto, la paga de su jubilación sería más sustanciosa». En el trayecto del ascensor desde el vestíbulo hasta la cuarta planta, donde se encontraba la oficina del director, cientos de imágenes de sus ilusiones reprimidas que a punto estaban de hacerse realidad se materializaron en su mente. Acaso pidiera la jubilación anticipada, tan intenso era su deseo de comenzar una nueva vida sin compromisos ni ataduras que aún a sus años estaba en condiciones de permitirse disfrutar.
— ¡Señor Prieto! – recibió el alto cargo con exagerada efusividad y amplia sonrisa a su empleado–. Siéntese, haga el favor –indicó con un gesto de mano señalando el asiento frente al suyo.
—Gracias –accedió el subalterno con ademán de congratulación por tan dedicada atención.
Aunque en muchas ocasiones había recibido la visita de algún dirigente de importancia en su dependencia, era la primera vez que le reclamaban y recibían en las oficinas donde disponían las personas a las que había servido en todo ese tiempo con absoluto empeño de buen hacer.
—Usted ha sido, desde que llegó a esta empresa, un empleado ejemplar, de conducta y puntualidad meritoria y digna de elogio. Por ello le consta que en esta corporación no escatimamos esfuerzos ni recursos para el crecimiento de nuestro emporio, al que le debemos total servilismo, muy por encima de intereses personales o sentimentales –el empresario hizo una pausa que a aquel hombre le pareció eterna, dado su impaciente deseo de conocer el motivo de la convocatoria–. Desde las alturas –e hizo un señalamiento con su dedo índice hacia el techo como indicando el cielo–, han decidido hacer una renovación de personal conforme a los nuevos tiempos. Conocemos sus limitaciones en el uso de las nuevas tecnologías. La informática, ya sabe –gesticuló con incredulidad y emitió un chasquido a modo de desdén–, el progreso. Por eso han incluido su nombre en la lista de personal que no se ajusta a nuestras necesidades actuales y han recomendado su despido.
—Pero –las palabras se agolparon en la garganta de Juan Ignacio, junto con la congoja previa al llanto desconsolado–… he da… he dado todo por desempeñar lo mejor que he podido cualquier cosa que han solicitado de mí.
Sus sentimientos eran un torrente de confusión. Por una parte el orgullo le impedía tirarse al suelo y rogar a los pies de su superior. La incredulidad ante tal despropósito no le permitía asumir plenamente lo que acababa de notificarle aquel sujeto rechoncho, acomodado e inexpresivo de mirar comprensivo y sonrisa paternalista, con gesto evidentemente fingido de pesadumbre por tener que hacerle partícipe de aquella desagradable decisión venida «¡desde las alturas!» .
El shock del inesperado desenlace lo paralizó por completo. Volvió a mirar al director esperando un algo, un yo qué sé, una retractación. Pero lo único que se encontró fue una expresión que hacía entrever que daba por concluida la reunión.
Sus pies apenas lo sostenían cuando se dirigió hacia la puerta para marcharse. En cuanto comenzó a girar la manilla de la cerradura escuchó, como en una voz del más allá, a su superior, que le agradecía sus años de buen servicio y que ordenaría a su secretaria que le redactara una hoja de recomendación donde se haría constar «su abnegada labor e impecables servicios prestados».
Abrió la puerta sin girarse. No se sentía con fuerzas para mirar a quien, de manera tan insensible, acababa de destrozar todas sus ilusiones y echado por tierra los esfuerzos de su vida.
—Gracias –balbuceó de forma casi inaudible. «Gracias, por haberme robado el sentido de la vida». «Gracias, por deshacerse de mí como de una fotocopiadora obsoleta». «Gracias, por llamarme anticuado». «¿Gracias!» Se sintió estúpido.
Al otro lado de la puerta, en el recibidor, todos sus compañeros lo esperaban lanzando confetis, esparciendo globos de colores, haciendo pitar serpentinas, improvisando aspavientos y batiendo aplausos, prestos para agasajarlo en un unísono grito de «¡SORPRESA!» mezclados con algunos que otros parabienes.
Los colores se fueron difuminando ante sus ojos. Las palmadas que su jefe le propinaba en la espalda se confundían con una lacerante punzada en el pecho. El frío que se comenzó a apoderar de su cuerpo fue más envolvente que el calor que pretendieron transmitirle quienes habían compartido con él tantas horas entre aquellas paredes.
Lo último que escuchó fue el estampido del descorche de una botella de champán.
Su póstumo homenaje fue una nota de prensa en una página de sucesos y curiosidades:
“Fallecido un empleado de la Westernelectric&Cia.SL, víctima
de una broma, cuando se le homenajeaba por un ascenso a
supervisor de su departamento”
En la página posterior del mismo periódico podía leerse la esquela:
_______________________________ † _____________________________
D.E.P.
El Señor Don Juan Ignacio Prieto, que falleció a los 57 años de
edad, tras sufrir un paro cardiaco.
La Westernelectric&Cia.SL, y sus compañeros de trabajo,
ruegan a sus amistades y personas piadosas...
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Autor:
Lío Cardo (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 25 de mayo de 2025 a las 01:36
- Comentario del autor sobre el poema: Lo edito desde el PC, me permite más acciones de tratamiento en el texto. Me disculpo si en otros dispositivos las notas añadidas pueden quedar un poco distorsionadas. Gracias por su lectura.
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 17
- Usuarios favoritos de este poema: Nelaery, Mauro Enrique Lopez Z., Antonio Miguel Reyes, Javier Julián Enríquez
Comentarios2
Qué absurda es la vida, cuando después de llevar toda una etapa laboral aportando lo mejor de uno mismo, empleando tanto esfuerzo y tiempo extra con la ilusión de realizar un trabajo bien hecho, (y tantas veces poco agradecido) ,para acabar de una manera tan grotesca , justo en el momento en el que ibas a obtener una pequeña recompensa!!!
Siento mucho que en eso discurren la mayoría de las vidas.
Mi pequeño reconocimiento a todos aquellos que
aportan tanto a cambio de tan poco.
Muchas gracias, poeta Liocardo.
Es tan real como la vida misma.
A cuantos le habrá pasado lo mismo.
Bonito homenaje recordatorio, para el y cuantos han sufrido esa tragedia.
Un abrazo
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