Ella Y Mi Manía De Hacerla Mía 

Ella Y Mi Manía De Hacerla Mía 

Ella es una mujer delgada,
con los huesos llenos de pecado
y una voz que araña el alma.
Tiene las piernas como promesas rotas,
y entre ellas,
una religión a la que me arrodillé mil veces,
sin pedir redención.

No entró a mi vida,
la penetró.
Como yo a ella,
en todas las formas posibles,
a todas horas.
Boca, dedos, lengua,
alma.

Me follaba el alma.
Con las piernas abiertas y los ojos cerrados,
gemía mi nombre como un conjuro,
como si al decirlo pudiera invocarme de nuevo
entre sus sábanas sucias
y su perfume a derrota.

Yo la buscaba con el olfato,
como un animal,
entre los pliegues de su sexo,
oliendo el deseo que me dejaba marcado en la barbilla. 
Y cuando acabábamos,
no descansaba:
la miraba, la pensaba, la deseaba otra vez.

Era un ciclo,
un infierno con orgasmos,
una cárcel donde yo mismo pedía cadenas.

La tenía,
pero nunca me bastaba.
La quería más abierta, más salvaje, más mía.
La quería llorando placer,
rogándome que no pare,
que no me vaya,
que la rompa y la vuelva a armar con mi lengua.

Y si se dormía,
la observaba.
No por ternura,
sino por hambre.
Porque aún quieta me encendía,
porque su cuerpo era un poema
que necesitaba leer en braille
con la punta de los dedos y el filo de mi obsesión.

No la amaba.
No.
La necesitaba.
Como un adicto necesita la dosis exacta
para no quebrarse del todo.
Y cada vez que se vestía,
yo me desnudaba por dentro.

Pensaba en ella cuando hablaba con otros,
cuando comía, cuando escribía,
cuando me tocaba en la ducha
repitiendo sus gemidos en mi cabeza
como una maldita canción que no se borra.

Ella no era un recuerdo,
era una herida abierta
con olor a perfume barato
y sabor a sexo prohibido.

Y aún hoy,
cuando ya no está,
cierro los ojos,
y la siento bajando por mi pecho,
montándome el alma,
cabalgando mi locura
como si fuera suyo
el derecho de destruirme.

Y lo era.
Lo es.
Porque si algún día vuelve,
aunque sea por una noche,
voy a abrirle la puerta,
el cuerpo,
y el abismo.