Las piedras están cansadas.
Llevan siglos sosteniendo historias
que a la mayoría no interesan.
Sus grietas son alfabetos olvidados,
sus ruinas, bibliotecas sin lectores.
De repente, llega la prisa.
El ruido de las máquinas,
la euforia del acero y el cristal,
los rascacielos que parecen
puñales contra el cielo.
Lo viejo no protesta.
Se queda ahí, tumbado,
como un anciano que mira al suelo,
escuchando sin entender
lo que pasa a su alrededor.
El pasado es eso:
una onda que rebota en las paredes,
pero nunca regresa.
Aunque a veces,
cuando el sol toca la piedra,
brilla un instante. Y parece eterno.
La modernidad, en cambio, es urgente.
Rota cosas sin pensarlo,
abre camino con la torpeza
de quien corre demasiado rápido
para saber adónde va.
Entre lo viejo y lo nuevo hay un abismo.
Pero también un puente.
Aunque no lo veamos,
aunque nadie lo cruce,
está ahí, sosteniéndolo todo.
Y al final del día,
cuando cae la tarde,
la luz hace justicia a la ciudad:
acaricia sus torres
y consuela sus ruinas.
José Antonio Artés
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