AMOR PRIMIGENIO

El Corbán



Oh madre, en tu regazo comenzó mi aurora,

no hubo conquista, mérito ni arte,

sólo bastó nacer, y desde entonces

tu amor me fue corona, escudo y parte.

 

No exigiste laureles ni epopeyas,

ni excelsas gestas de alma valerosa,

me amaste en mi temblor, en mi fragancia

de carne nueva y lágrima primosa.

 

Tus brazos —cáliz místico y sagrado—

sellaron con su abrigo mi quebranto,

y hallé en su tibio mármol silencioso

la paz que no me dio jamás el canto.

 

Mientras el mundo alzaba sus cuchillas,

y el viento era puñal de incertidumbre,

tu pecho fue mi arca incorruptible,

mi abrigo, mi vergel, mi certidumbre.

 

A ti, que me brindaste sin usura

la dádiva más pura de la vida,

te debo no mi ser, que es frágil sombra,

sino el amor que al alma da salida.

 

Ser tuyo fue mi honor, mi patrimonio,

tu nombre es mi raíz, mi flor interna;

si algo de luz conservo en esta ruina,

es tu querer: mi lumbre más eterna.

 

Y si te vas, no olvides, madre amada,

llevarme entre tus sombras y tus rezos,

pues sin tu voz, la aurora está truncada

y el mundo es un jardín de pétalos y huesos.

Las flores se marchitan sin tu abrigo,

y el sol se vuelve mudo… si no sigo contigo.

 

Seré fantasma errante en mi lamento,

sin norte, sin calor, sin tu ternura;

la vida sin tu amor será tormento,

sepulcro sin dolor, pero sin cura.

Por eso, madre, cuando al fin te vayas,

deja tu tumba abierta… que ahí iré sin agallas.

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