AUTORRETRATO IV

Autorretrato IV

Tropecé, muchas veces, tropecé y tropecé,
sin embargo, persisto; sigo firme, de pie,
con la carga en los hombros y también en los labios:
esa justa palabra que predican los sabios,
ese gran compromiso que al nacer se me dio.
A pesar de tormentas, mi temor se esfumó
y la sangre en el acto, sobre el cuerpo hizo gloria,
como oráculo vivo que predice victoria,
como sastre que ensaya con su propia ipseidad,
porque libre nos hace la suprema verdad
y no hay nada que iguale, temple sine qua non.
El pensar es la mente y el sentir, corazón.

Me dijeron superfluo, somnoliento hasta débil,
ignoraron mi esfuerzo, situación que es muy flébil
y pensaron sandeces, cuyo tráfago hería.
Con sus trágulas matan, asesinan por día
la esperanza uniforme del que sueña. La noche
es la máscara oculta, pudibundo derroche;
es la prístina antorcha, y es la célibe forma,
donde aquel caminante solo sigue la norma
y no existe detalle tan común como el sueño.
«Solo es grande en la vida, quien sabe ser pequeño»,
descifrando horizontes que presenta la vida.
Solo sana quien sabe donde quepa la herida,
por lo tanto, no llores, me lo dijo un anciano,
nunca entregues la fuerza cuando estrechas la mano,
que los trácalas digan lo que quieran de ti,
al final, nada importa, siempre ha sido y fue así.

Al oírlo, le dije: las sonrisas engañan,
engalanan, dominan, nos atrapan y empañan
la verdad. Nos atisba la mirada y fallamos.
Nos aprieta el silencio, la consciencia y quedamos
como quien no halla nada. La razón es fortuita,
relativa y confusa. Cada quien le da cita
y revela el concepto. Cada quien la comparte.
Sin embargo, no dicen la constancia del arte
donde encuentra figura, donde el ojo desea.
El amor es arpegio y el en alma recrea
el circuito perfecto. Se perfuman las rosas.
Pero nadie revela la verdad de las cosas,
siempre existe la excusa, siempre dan evasivas
y estremecen pretextos, argumentos, misivas,
que declaran falacias. Cada cual su destino.
Es tan corta la vida y es tan largo el camino
y el pesar nos invade. Nos soborna la curia;
por algunos feroces que trastocan la injuria
y se nombran dichosos, ¡qué crueldad! ¡Qué infortunio!
Los panemas son grava, la virtud, plenilunio,
la mirada es la escena, manantial muy exánime.
Los canales desvían lo valioso y ecuánime,
cuyo fruto pondera con los dogmas del mundo.
Solo el hombre que piensa no desprecia un segundo,
solo el niño que lee, desentraña la suerte,
porque justa es la vida cuando vence a la muerte;
ya lo dijo el profeta. La montañas se mueven
si florece certeza, convicción, como llueven
las palabras infaustas. Es así de sencillo.
Solo triunfa el valiente cuando abraza su brillo
y aconseja, recibe, y escucha, practica.
La elocuencia cultiva, las verdades predica,
pero nunca se embebe. Solo calla lo visto.
Es el hombre la efigie del Señor Jesucristo
y no hay duda que impida profesar la sapiencia.
El que aguarda, razona, pone en pie la creencia
y cosecha grandezas. Es la ley de la vida.
No hay palabra que ofusque la misión compartida,
por lo tanto, nos queda, proseguir el camino
hasta hollar con las huellas nuestro propio destino.

El anciano al oírme, se quedó impresionado
y me dijo, te digo, ¡qué grandioso has contado
tu sentir por el mundo! Sea Dios nuestro guía,
caminando contento, con la misma armonía.
Hasta luego, le dije, que florezca la gloria,
recorriendo caminos y cantando, ¡victoria!

                          Samuel Dixon