Te encontré desnuda, como una tierra que ha sobrevivido al incendio y aún humea. Tenías flores verdes creciendo en las caderas, y los pezones, pequeños altares de café oscuro, erigidos para rendir culto al deseo.
Tus ojos eran un estanque tibio, de esos donde van a ahogarse los hombres que ya no creen en nada, y yo, maldito animal hambriento, decidí hundirme sin remedio. Bebí de ti, sin permiso, sin tregua, sin salvavidas.
Tu cuerpo olía a mango partido bajo el sol y a sudor de mediodía. Era una gacela asustada en plena sabana ardida, temblando entre amor y susto. Te recorrí primero con los ojos —que es el modo más antiguo de poseer sin tocar— luego con la lengua, y después, con todo lo salvaje que quedaba de mí mientras los grillos celebraban la obscenidad del viento.
Tus labios eran fruta peligrosa, labios de mujer que sabe y de niña que juega sucio. Me llamaron a morder, a dejar marcas de hombre en tu espalda, a escribirte con saliva los poemas cobardes que nunca se atrevieron a salir de mi boca.
Y bailaste en mi cama, como la maleza que arde sin extinguirse. Entonces supe que Dios existe, pero es mujer. Y su sexo sabe a ti.
Te besé en los sitios sin nombre. Te lamí las tristezas acumuladas. En cada gemido tuyo se me moría un pedazo del alma. Qué incendio me dejaste en la lengua, qué ceniza dulce en la boca.
Ahora te busco borracho y perdido por los patios sin luz de Sincelejo. Te pienso como se piensa el cuerpo de una patria perdida. Fuiste un cuadro pintado con los restos del día, y mi semen en tu espalda, la última pincelada.
Así te amé: sin nombre, sin futuro, con el amor salvaje de los locos que no tienen cama.
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Autor:
Terencio Tarazona (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 14 de mayo de 2025 a las 15:17
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 13
- Usuarios favoritos de este poema: ElidethAbreu, Mauro Enrique Lopez Z.
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