Un Náufrago

Te debo confesar que cada vez que el coche se acerca a nuestra ciudad, una opresión inexplicable me invade, hasta el punto de que el aire parece escasear en mis pulmones. Es una sensación física y emocional, un recordatorio constante de tu ausencia.

Siento un nudo doloroso en la garganta, una angustia que me impide tragar y hablar con normalidad. Mi corazón, a su vez, late con una fuerza desbocada, como si quisiera escapar de mi pecho ante la proximidad de los lugares que compartimos.

¿Cómo es posible que, estando tan cerca, la distancia entre nosotros sea tan insuperable? Es una paradoja cruel que atormenta mis pensamientos y mis sentimientos.

Un deseo irrefrenable me impulsa a buscarte en cada rincón conocido, anhelo profundamente el momento de verte, de sentir el calor de tu abrazo, de llenarte de todo el amor que aún guardo para ti.

Quiero impregnarme de tu esencia una vez más, absorber cada detalle de tu ser, aunque una parte de mí sabe, con certeza dolorosa, que ese anhelo es inalcanzable en las circunstancias actuales.

Es precisamente en estos instantes de cercanía física y lejanía emocional cuando la cruda realidad se impone: no puedo seguir viviendo en la misma ciudad que tú, sabiendo que nuestra distancia es una barrera infranqueable.

La impotencia de no tener noticias tuyas, de no saber cómo estás o qué haces, me consume lentamente, como un veneno silencioso que debilita mi espíritu y marchita mi alegría.

Sin embargo, al emprender el camino de regreso a mi casa, una calma gradual me envuelve. El aire vuelve a fluir libremente en mis pulmones, y siento cómo la vida regresa a mi interior, aunque una parte de mi corazón se quede siempre vagando por las calles de nuestra ciudad.

Soy un individuo carente de residencia, un náufrago en medio del océano, un ser humano extraviado.