Gracias, mamá

Mamá, desde el inicio de los tiempos, cuando Dios concibió la idea del amor incondicional y puro, pensó en ti. En ese instante divino, tu corazón fue moldeado como el receptáculo más vasto para albergar el cariño más genuino y desinteresado. No hay misterio en la inmensidad de tu amor; fue un designio celestial.

Dios mismo depositó en tu ser la ternura más sublime, esa delicadeza capaz de sanar las heridas invisibles y de confortar el alma con una suavidad incomparable. Tu tacto, mamá, es la manifestación física de ese amor tierno, la caricia que alivia el dolor y transmite paz en los momentos de angustia.

Cuando la necesidad de un cuidado especial surgió en el plan divino, tu imagen se presentó como la respuesta perfecta. Fuiste creada, mamá, con la misión de velar por el bienestar de la familia, de ser el pilar que sostiene y el refugio que protege. Tu instinto maternal es un regalo divino, una fuerza que guía y nutre a quienes amas.

En la búsqueda de un corazón donde el amor alcanzara su máxima expresión terrenal, ahí estabas tú, mamá. No fue casualidad ni obra del destino; fue la elección consciente de un Creador que deseaba manifestar su amor a través de ti. Tu existencia es una prueba palpable de la grandeza del amor divino hecho carne.

Incluso las sagradas escrituras, en su sabiduría ancestral, recurren a la comparación más elevada para intentar describir la magnitud del amor materno, equiparándolo con el amor inefable de Dios. Esta analogía no es fortuita; refleja la pureza, la entrega incondicional y la fortaleza que caracterizan ambos amores.

Doy gracias a Dios cada día por la certeza de que no existe en toda la faz de la tierra un amor más grande, más puro y más verdadero que el tuyo, mi amada mamá. Tu amor es un faro que ilumina mi camino, una fuerza que me impulsa a seguir adelante y un consuelo que me abraza en la adversidad. Eres el regalo más preciado que he recibido, la personificación del amor incondicional.

Gracias, mamá