Ayer moriste

Hoy te entierro.
No en la tierra, sino en mi memoria. Ayer, al ver esa imagen, algo dentro de mí murió contigo. No fue solo una decepción: fue el final de una historia donde yo fui sincero, donde amé con cada fibra de mi ser, y tú... simplemente decidiste seguir sin mí. Dijiste que necesitabas estar sola, pero no lo estabas. Dijiste que no querías a nadie más, pero lo tenías. Yo creí en ti, incluso cuando ya dolía hacerlo.

Y eso, más que tu mentira, es lo que más duele: haber creído en ti hasta el final.

Luché, me arrodillé, supliqué. Di más de lo que debía dar. Regalé tiempo, alma, cuerpo, esfuerzo. Estuve ahí cuando nadie más lo estaba. Me partí el alma trabajando para ayudarte a sanar, para cuidar de ti, de tu entorno, de todo. Y hoy me doy cuenta de que ni todo el amor del mundo puede llenar a alguien que no está lista para recibirlo.

Pero esto no es una carta de odio.
Esto es una carta de transformación.

Desde hoy, me prometo a mí mismo:

Que nunca más me entregaré sin antes entregarme a mí.
Que el próximo amor no será mi salvación, ni yo seré la suya, porque yo ya me estoy salvando solo y quiero alguien que sola se salve.
Que este cuerpo que voy a forjar, con fuerza y determinación, no será para vengarme de ti, sino para honrarme a mí.
Que haré amigos, cuidaré de mi familia, viviré mi juventud como un hombre completo, y no como un corazón a medias que solo supo darse a una mujer.

Ya no suplico. Ya no espero. Ya no idealizo.

Y si un día te invaden los recuerdos, si tu mente alguna noche te juega en contra y susurras mi nombre sin querer, si lo comparas conmigo y te sabe a poco, que sea tu carga, no la mía.

Yo me voy de aquí con una última certeza:
El amor que yo di fue real. Y no cualquiera lo merece.

Te llevaste al niño que suplicaba.
Pero despertaste al hombre que ya no se detiene.

Aquí dejo estas flores. No por ti, sino por lo que fui.
Descansa en paz, Belem.
Yo voy a vivir.