¿A qué huele la Muerte?

Recuerdo cuando la tía Lucy, en su lecho de muerte,

la rodeaban inciensos y velas de manzana-canela,

mientras su madre le rezaba en voz desquebrajada,

repitiendo, sollozante:

"No quiero perderte..."

Recuerdo cuando al sobrino Humberto

Nos avisaron del accidente automovilístico.

En la brecha del ejido Payo,

las noticias preliminares decían

que había perdido el control.

Mirones y chismosos aseguraban

que iba a gran velocidad, como un rayo,

y al chismear, decían

que olía mucho a alcohol,

a aguardiente.

Falleció en el lugar, desafortunadamente.

O también mi amigo Ricardo,

que venía de río abajo,

después de una juerga

con una pecadora que tenía dueño.

Éste, a quemarropa,

les quitó la vida a Ricardo

y a aquella seductora.

Velamos a mi amigo,

y en su despedida

desprendía un olor en el ambiente:

a pólvora amarga y sizañosa.

O mi vecina Tencha,

que de adolescente perdió el olfato.

Viejas rencillas con otra vecina —Elulalia—

y, tras años y años de malos tratos,

quiso hacer las paces.

Le mandó la muerte a Tencha

servida en un plato.

Tencha murió en la madrugada.

Solo la veló su gato.

¿Cómo diferenciar los aromas cotidianos de la muerte?

A veces me lo pregunto...

¿A qué huele la muerte?

Quizá esté a un lado mío,

desprendiendo su aroma quedamente,

como aquel perfume caro y amaderado

cuyo origen no supe rastrear.

Quizá era la muerte

que me pretendía,

o solo quería jugar.

No lo sé...

Quizá ya esté a un lado mío,

duerma conmigo,

ría,

beba,

o llore conmigo.

¿Y qué hay de aquellos

que mueren lenta y silenciosamente?

Como coloquialmente se dice:

"Era de humor fuerte..."

Quizá hoy,

estar vivo

solo sea cuestión de suerte.

Lo creo, absolutamente.

¿Y qué hay de la mía?

No puedo quitarme de la mente

las palabras de mi esposa,

que reclama a rechinadientes

que mi dinero lo despilfarro:

—¿Otra vez fumaste, Héctor?

¡Hueles a cigarro!—