A ti, que no estás… pero sigues

Hay cosas que no digo,

porque si las digo, me rompo.

Y no quiero romperme otra vez.

Ya aprendí a juntar mis pedazos sin ruido,

a sonreír con grietas,

a dormir abrazado al vacío.

Desde que te fuiste

hay un eco en todo.

En las canciones.

En las calles.

En mi nombre cuando lo pronuncian

y ya no suena igual.

Hay noches que no duermo,

pero no por insomnio,

sino porque en los ojos

llevo el peso de tus recuerdos

y en el alma,

el frío de lo que nunca volvimos a decirnos.

Te he escrito mil veces en silencio,

con palabras que tiemblan,

como si al nombrarte

mi voz se llenara de cristales.

A veces siento que aún estás.

Cuando pasa el viento

y trae ese olor que solo tú tenías.

Cuando alguien dice una frase

que tú hubieras dicho.

O cuando mi pecho se aprieta sin razón

y sé que es tu sombra,

visitando mi herida.

No me importa si eras un amor,

un amigo,

una madre,

un reflejo.

Te fuiste, sí,

pero dejaste raíces en mi piel.

Y eso… eso no se va.

Dicen que hay que soltar.

Pero, ¿cómo se suelta algo

que ya forma parte de uno?

¿Cómo se deja ir

a quien respira dentro?

No quiero consuelo.

No busco respuestas.

Solo quería que alguien supiera

que a veces,

cuando nadie me ve,

te hablo.

Te digo que me haces falta.

Que todavía busco tu rostro en los sueños.

Que aún creo que un día vas a volver,

como si el tiempo fuera un puente

y no un abismo.

Y si alguien llora leyendo esto,

no es por mí.

Es porque también extraña

a esa persona que no está,

pero sigue.

Sigue en cada lágrima que no se derrama.

En cada palabra que no se dijo.

En cada “te necesito”

que el alma todavía grita en silencio.