CORONACIÓN

J. Moz

I

En la penumbra de una estancia adornada con opulentos tapices y bañada por la luz mortecina de las velas, yacía el rey en su lecho de muerte. Su figura, una vez imponente y majestuosa, se erguía ahora como un eco desvanecido de su antigua grandeza.

El aliento del tiempo se posaba sobre sus hombros encorvados, como un manto de tristeza que envolvía al monarca en su hora postrera. Sus ojos, alguna vez centinelas de un reino vasto y poderoso, ahora reflejaban la serenidad melancólica de quien vislumbra el ocaso de su existencia.

A su alrededor, los cortesanos y nobles se arremolinaban en silenciosa reverencia, susurros apenas audibles llenaban la estancia como el susurro del viento en la arboleda. El rey, ajeno a todo salvo a su propia introspección, parecía inmerso en un mundo aparte, donde los recuerdos danzaban con las sombras del pasado.

El eco distante de trompetas y fanfarrias resonaba en los recovecos de su memoria, evocando tiempos de esplendor y gestas legendarias. Las risas jubilosas de la juventud se entrelazaban con el eco solemne de las decisiones tomadas con sabiduría y templanza.

Los susurros se desvanecían en el aire enrarecido, mientras el rey se aferraba con firmeza a las últimas hebras de vida que lo sostenían entre dos mundos. Su mirada, serena y profunda como el abismo del tiempo, parecía traspasar los límites de lo tangible en busca de respuestas que solo el más allá podría brindar.

Y así, en la quietud etérea de su lecho de muerte, el rey aguardaba con dignidad el advenimiento del inevitable ocaso, dispuesto a emprender su último viaje hacia la eternidad con la misma entereza con la que había gobernado su reino en vida.

II

En la imponente capital del reino, las calles resonaban con el eco solemne de los tambores y las trompetas, anunciando la llegada del desfile fúnebre que acompañaría al rey en su último viaje. Las multitudes se agolpaban a lo largo de las avenidas, susurros de pesar y reverencia llenaban el aire como un lamento colectivo que se elevaba hacia el cielo.

El desfile avanzaba con una majestuosidad silenciosa, encabezado por caballeros en armaduras relucientes y estandartes que ondeaban al viento como emblemas de un reino en duelo. El cortejo fúnebre se desplegaba como un río oscuro y solemne, arrastrando consigo la tristeza de un pueblo que veía partir a su amado monarca.

A su paso, las campanas de las iglesias tañían con un eco melancólico, marcando el compás lento y solemne del cortejo. Las antorchas encendidas iluminaban el camino, arrojando sombras danzantes sobre las fachadas de piedra y las miradas compungidas de los súbditos que se habían congregado para rendir homenaje al rey caído.

El féretro, adornado con la riqueza de la realeza, reposaba sobre un carruaje tirado por corceles negros, cuya presencia imponente parecía desafiar al mismo destino que había arrebatado al monarca. A su alrededor, los nobles portaban sus vestiduras de luto, rostros impávidos que reflejaban el peso abrumador de la pérdida.

Al llegar al lugar sagrado destinado para el descanso eterno del rey, el cortejo se detuvo ante las puertas centenarias de la catedral, donde un coro celestial entonaba cánticos funerarios que elevaban plegarias hacia lo alto. El rey fue conducido con reverencia hasta su morada final, donde aguardaría su encuentro con la eternidad junto a los ancestros que le precedieron.

Y así, entre oraciones y lágrimas silenciosas, el rey fue despedido con todos los honores que merecía, dejando atrás un legado imborrable y una huella indeleble en el corazón de su pueblo.

III

En la centenaria sala del trono, los ecos del pasado se entretejían con las promesas del mañana mientras el príncipe, ahora investido con la responsabilidad de llevar la corona, se erguía con solemnidad ante la asamblea reunida para presenciar su coronación.

Los estandartes desplegados con los colores reales ondeaban al compás de una brisa solemne que parecía susurrar palabras de aliento al nuevo monarca. Los nobles y dignatarios se arremolinaban en un murmullo respetuoso, aguardando con expectación el momento en que el destino de su reino quedaría sellado por la mano firme y sabia del joven príncipe.

Ataviado con ropajes resplandecientes y la corona ancestral reposando sobre su sien, el nuevo rey irradiaba una mezcla de emoción contenida y determinación serena. Sus ojos reflejaban la solemnidad del deber que había aceptado, así como la esperanza que anidaba en su corazón, forjada por las enseñanzas de su linaje y el anhelo de conducir a su pueblo hacia un futuro próspero.

Ante él, el símbolo de su autoridad aguardaba: el cetro real, cuya madera pulida y engastada con gemas centelleaba como un recordatorio eterno del legado que ahora reposaba sobre sus hombros. Con paso firme y mirada serena, el nuevo rey avanzó hacia el trono ancestral, donde se sentaría como soberano legítimo de un reino que aguardaba sus designios.

En un gesto cargado de solemnidad, el anciano consejero real le entregó el cetro con reverencia, simbolizando así la transición de poder que marcaba el comienzo de una nueva era. Las campanas repicaron en lo alto de las torres, anunciando al reino entero que un nuevo capítulo se estaba escribiendo en la historia de su tierra.

Con una voz clara y firme, el nuevo rey juró lealtad a su pueblo y a la sagrada responsabilidad que había asumido. Sus palabras resonaron en la sala del trono como un eco eterno, sellando así su compromiso con el destino de su reino y con la promesa de guiarlo con honor y sabiduría.

Y así, entre aclamaciones y vítores, el príncipe convertido en rey ascendió al trono con la determinación de honrar la memoria de sus antepasados y labrar un futuro brillante para todos aquellos bajo su protección.

-J. Moz

  • Autor: J. Moz (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 31 de marzo de 2024 a las 01:44
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 7
  • Usuario favorito de este poema: alicia perez hernandez.
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