LA MUJER DEL BODEGÓN.

juan sarmiento buelvas

 

Esas paredes de madera aun denotaban vestigios de que alguna vez fueron acariciadas por una brocha empapada de cal con anilina color ocre, y sobre su gran puerta de entrada había un aviso el cual decía:

"El Bodegón" en letras casi borradas por el tiempo.

 

Al frente estaba mi casa, con una ventana que coincidía con esa enorme puerta que daba la impresión de estar echa para el ingreso de gigantes mitologicos a ese gran caserón de madera.

 

Estaban separadas por una angosta calle que daba la sensación de ser la continuación de una plaza en miniatura al inicio de ella.

 

Todos en ella eramos conocidos, eramos como una gran familia desde esa plaza hasta el otro extremo.

 

Era mi pequeño pueblo un puerto a la orilla de un ancho y caudaloso río donde obligadamente hacían su arribo los habitantes de la región a hacer sus compras y vueltas de negocios.

 

Esa estrecha calle que se interponía entre ese enorme caserón que era un lugar muy frecuentado por carpinteros de toda la región que llegaban a comprar finas maderas de diferentes tipos era la división entre ella y yo

 

Yo en los días en que el caluroso verano de las vacaciones de fin de año me quitaba las ganas de salir, se convertía en mi refugio casi obligado y desde mi ventana observaba el diario movimiento de quienes frecuentaban ese negocio a través de su enorme puerta y eran atendidos por su propietaria.

 

Ella, mujer de piel trigueña, y lacia cabellera, de delgada contextura, de tez bronceada, y blanca y brillante dentadura que contrastaba con unos vidriosos ojos azules que cuando me miraban, parecían desnudarme con esa seductora y penetrante mirada de gata en celo.

 

Era joven, pero algo mayor para mi edad, que apenas estaba en la transición de mi pubertad a la adolescencia.

 

Pero tenía algo que además de hipnotizarme con su mirada, me aceleraba el corazón y me hacía olvidar de todo a mi alrededor.

 

Pero a pesar de esa mezcla de inocencia he ingenuidad, ya pretendía caminar por el sendero de la adultez y me disgustaba cuando los clientes llegaban y así como examinaban y tocaban la madera, también lo hacían con ella.

 

Pero una vez, en medio de un tedioso calor de medio día llegó él, ese viajero del tiempo, de pantalón de dril super naval, camisa de mangas largas recogidas a mitad de los brazos y sombrero de fieltro ceñido de tal manera que solo dejaba ver parte de su rostro, la abrazó, la acarició y de un empujón la arrinconó detrás de una cortina de tela estampada de flores que los separó del resto del mundo poniéndo en suspenso mi desesperación que deseaba con ansias que como por arte de magia desapareciera esa cortina de flores estampadas.

 

Un llamado de mi madre para ir a comer dejó en suspenso mi precupación con un aire de imdignación por el resto del día.

 

Ella con el paso de los días se fue convirtiendo en mi obsesión, en especial cuando fijaba su mirada en mí y yo quedaba con la sensación de estar flotando en medio de una mar de poesías con musica celestial de fondo.

 

¿Para que mentir? 

Fue la mujer que me hizo sentir la diferencia entre el amor maternal y un sentimiento hasta ese momento desconocido he indescifrable, fue mí primer amor.

 

Pero un día la vi cruzar y desaparecer detrás de la cortina de flores estampadas, solo iba cubierta por una toalla blanca que hacía contraste con su piel morena y no pude contener mis ansias, el desespero me invadió y tuve el coraje suficiente para desprenderme de mis ataduras de niño y salté de la ventana por donde siempre la acechaba y crucé la angosta calle he ingresé a ese gran caserón.

 

Entreabrí la cortina y la vi, estaba completamente desnuda, y ese cuerpo escultural me dejó como petrificado, ella instintivamente se tapó con la toalla, , pero yo alcance a ver en sus ojos un brillo que avivó mi instinto animal, quedé mudo y sin reacción y en una acción involuntaria intente salir de detrás de esa cortina, pero su mano, cual garra de arpía que atrapa a su presa, me sujetó por uno de mis brazos, me sentí atrapado, y su cuerpo desnúdo y tibio me abrazo, y me lanzó sobre el cubre lecho de color carmesí, sentí su respiración acelerada en mi cuello, percibí su álo de mujer misteriosa hasta ese momento desconocido, y esa lacia y húmeda cabellera se enredó en mi cara, y esos pezones desnudos y erguidos impregnados con la fragancia del jabón "Para Mí" se fundíeron con mi pecho de niño hasta ese momento libre de pecado, de pecado de un amor concebido en la intimidad detrás de esa alcahueta y muda cortina de flores, me hizo el amor y seguidamente quedó desparramada sobre mi humanidad, jadeante y con respiración entre cortada

 

Y yo, después de consumado ese pecado de amor compartido lo viví como un milagro, un milagro que me hizo vivir lo humano y lo divino en el verano de mis vacaciones.

 

Y ella:

La mujer del bodegón me enseñó lo que es el placer de un amor en el trancurrir de mi primavera.

 

Y fue algo indescriptible, algo lindo, algo que dio fin a mi inocencia, mi ingenuidad y el despido de mi niñez al inicio de mi juventud.

 

Y desde ese día sentía el sabor de sus labios en cuanta golosina probara, veía sus ojos reflejados en los refrescos, y su color y calor corporal en el primer café de la mañana, y todo me sabía a ella.

 

Pero un día se terminaron las vacaciones y tuve que viajar a la gran ciudad y aunque todos los días soñaba con ella aunque estuviera despierto, nunca más la vi, deseaba que llegaran nuevamente las vacaciones para regresar a esa casa de la ventana de la calle angosta que daba al frente de esa enorme puerta con el aviso de "El Bodegón" pero no regresé en vacaciones, ni a fin de año para navidad, ni para año nuevo y pasó el tiempo y llegó otro tiempo, y la ciudad, y la continuidad de la vida, lo desarreglan todo, lo olvidan todo, sin embargo nunca la olvidé, a esa morena de lacia cabellara con mirada de canicas de cristal que me hicieron sentir el ardor de un bello atardecer en la tibia mañana de mi primavera.

 

Carajo, qué gratificante es volver a revivir algo que nunca se borró del mis recuerdos.

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