Algunos...

Alberto Escobar

 

Algunos comienzan a vivir
cuando van a morir.
 
—Miguel de Mañara. 

 


Algunos.
Solo son dos 
los que van a morir.
La sentencia ya vuela
al viento, el papel
lo soporta todo. 
Solo dos, y ya son muchos.
El sol se esconde tras
de esa nube, con forma de pato
—las fanfarrias anuncian
la llegada del césar. 
Solo dos, el dedo pulgar en alto,
el clamor del anfiteatro 
resuena por entre sus cimientos,
los hace temblar como a un niño
el solo mentar de un monstruo.
Son cristianos, dice la masa
sedienta de sangre y vísceras.
Al rugir del león africano
el respetable contesta 
con vítores y anhelo. 
Sale a la arena confuso, 
el estruendo se calla por momentos,
la bestia olisquea
por si se guardara en alguna esquina
una amenaza, un riesgo a su integridad.
La bestia sigue merodeando
lo que parece será su merienda, 
pero desconfía, le parece excesivamente
fácil hincar el cuchillo de sus colmillos
sobre tan tierna carne, desgarrar sin esfuerzo
la inocencia de unos hombres 
que solo han cometido un pecado:
Creer en otro dios, en solo uno. 
El león viene del rigor de una sabana
donde la cebra últimamente escasea,
la obtención de comida es para su costumbre
cara, y de repente, sin merecerlo, hallarse
ante esta bicoca lo hace recelar, no se lo cree. 
Se acerca y olisquea a uno de ellos, Gabriel,
después hace lo propio con el otro, Manuel,
mira de fijo a los ojos de ambos, primero
al primero, los dos ojos, uno tras otro,
y tras él al segundo, primero el izquierdo 
y luego el derecho, y huele un miedo tan denso
que se le hace polvorón en la boca, y apenas
puede gobernar la bola que se le ha formado
y tragar la vergüenza que le va subiendo
por las patas —baja la cabeza y se postra de rodillas.
El público, no tan respetable como cabía esperar,
grita mirando hacia el palco presidencial donde
reposa rojo de estupor un emperador 
que se va defenestrando lentamente. 
El león se sienta al lado de Manuel
y se deja acariciar como un gato. 
El emperador, de cuyo nombre no quiero acordarme,
ante un tierra trágame de tamaña dimensión opta
por echar mano de su rifle y —apuntando a los cuerpos
cristianos de dos mártires con una mira telescópica
de última generación— estampa el cobre de sus balas
sobre sendas cabezas, llevando al público a un estallido
de júbilo sin precedentes en ese anfiteatro. 
El contenido humano del coliseo 
se desparramó acto seguido por unos vomitorios
que apenas daban abasto a tanta demanda. 
Este fue el principio del fin de un imperio.
El césar de turno, ese de quien no quiero acordarme
ni nombrarlo, no sobrevivió al aplastamiento 
que tal desbandada supuso. 
R.I.P. 

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Comentarios1

  • María C.

    Ay si que horror matar impunemente y que la gente mire esa barbarie.
    SALUDOS

    • Alberto Escobar

      Eso pasaba, no? Te los devuelvo María,



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