Flores en mi regazo-.

Ben-.

Destruyendo las flores

que amanso en mi regazo.

Silbo como el viento

y en él, repercute mi ausencia:

soy estridente grito desahuciado.

Calamitoso traje de aire cálido,

no obstante, instrumento de alcancías

subterráneas, mesías de un llanto crepuscular:
rocío de perfume las largas barbas octogonales,

divinas. Hasta la profundidad

del iris contraído. Hasta su necesaria

supresión. Mi vestido es un atuendo

de flores, de largas flores tardías.

Hasta la procesión del cuerpo vencido:
ignota isla que drena los paisajes

llenándolos de agua pletórica, plena.

Destruyo los moldes, las eficacias

redondas, los enfisemas triangulares,

y en mí crece, además del recuerdo o su memoria,

la indispensable maraña del gemido.

Substancia petulante, araña vertiginosa

y de fango. Se me acumulan los deberes, miro,

observo, reitero, planifico, organizadamente, mi vida,

hecatombe singular, donde antiguamente,

imperaba un orden ficticio, una alfombra

sin erosiones. Bendicen a los que lamentan

su suerte, a los que alientan el combate,

los azotan con nieve de narcisos dorados.

En sus espejos crece la marea insolente,

el puño derivado, el clamor bestial, la virgen

desvanecida. Profundamente,

estoy en el reino de las flores, perfumando

el aliento de los sueños, el griterío inundado

de bocas tapadas. Es ese llanto

el que, una vez más, me solicita, me emplaza.

Y yo llamo a lo que crece en mí, perpendicular

y noctámbulo, acaso la nariz inusual, acaso

el vestigio de lo auténtico. Sea esa mañana,

la de luz completa, caliente y horizontal,

la que haga reductos el pestilente aroma

de las amarillentos castillos, de las torres

inauditas. ©

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