Los ojos de la gitana

Luis Eduardo Reyes Púa



Solía el viento, con su cantarcillo, brindarme la dulzura inevitable de aquellos amaneceres. Solía, ese mismo viento, acariciar sutilmente las copas de los árboles de aquel bosque que vivió y murió frente a mi jacal.
Crecí amando esa libertad… libertad que complementaba a mi vida… libertad, que se podía respirar  a las orillas de los apacibles caminos.
De aquellos días, hoy ansió, los espacios iluminados que en tantas ocasiones me brindó la noche, “resquicios de luz de luna sobre mi cabeza” donde, podía ver a mi cuerpo despojado de sus indumentarias elevarse en santa paz sobre el ampo de Los Andes.
Yo era entonces, un mozuelo, perdido en los madrigales de mis escasos dieciséis años, allí, donde nada, se comparaba con mi pacífica juventud…
Me era ajena la angustia y mi corazón desconocía el dolor. Mi corta existencia se habituaba entre cuadernos y libros del noveno año, los mismos que en una vieja caja guardo, pretendiendo no evocar nada del pasado. Pero ella, ella es la excepción... a veces sin querer, viene a mí, tal como el fulgor de  las estrellas vienen a su encuentro con la noche.

La descubrí aquella tarde que con nostalgia recuerdo, el sol se apresuraba acaloradamente buscando el ocaso, y el bullicio de la ciudad contrastaba con la luz que procedía de sus ojos, luz que fue un aporte necesario para aquel radiante atardecer.
El verano de 1998, en el punto final de su existencia, nos consentía el júbilo de los últimos días de Agosto y ella con su voz suave y dulce irrumpía en mí, sin medir las consecuencias, sin imaginarse que desde ese instante empezaría a ser la musa que le daría a mi vida un giro de trescientos sesenta grados, para hacer de mí, a su antojo, el esclavo de su nombre, el ferviente seguidor de su sombra.

La descubrí pequeña e incondicional, trece años, en aquel entonces se deslizaban por su cabellera larga y negra. Sus labios rojos, sus exuberantes cejas, me invitaban a perderme en lo desconocido, a convertirme en un aventurero más de los muchos que por la vida van…
Fijamente la miré, estaba ahí, a la espera del bus que encaminaría su silueta de regreso a casa.
- ¡Hola! ¿Me das lugar para sentarme? -  preguntó.
Sentía en ese instante como los impulsos nerviosos me invadían y se apoderaban de mí, mis manos, aligeradas tomaban los cuadernos esparcidos en el asiento, mientras que en algún rincón de ese mismo día, las golondrinas migraban aceleradas hacia el sur.
-¡E… este…cla…claro…sii…siéntate! le dije… dejando notar claramente en mi voz entrecortada, los efectos secundarios del amor a primera vista.  
- ¡Gracias!...-         ¡N…o…no hay porque!...
En cuestión de segundos, mi mirada se reencontró  con las vivencias de los inolvidables años de mi niñez, mis ojos embelesados se hacían testigos de la más maravillosa sonrisa… -Mi sueño está hecho realidad- pensé… A la espera, las ilusiones mismas de mi infancia surcaban mi mente,  recordaba las cosas que mi corazón de niño ansiaba entonces, con la ternura misma de esa edad  “correr por los arenales, aferrado a la mano de la niña más bonita de la escuela…  volar, desplazarme por los aires, contrarrestando la ley de la gravedad”… Pero, verla ahí, desconocida y cercana a la vez, me inspiraba cierta seguridad… era, como si entre los visibles espacios de mis quimeras, ya hubiese existido.  
Hasta ese preciso instante, sin percibirlo quizá, había vivido cierta etapa de mi infancia y de mi mocedad de manera despreocupada, conformándome con las pequeñas cosas que conocía y que ingenuamente creía, lo eran todo… más,  el sólo hecho de descubrirla en ese inquietante momento de su vida, efímeramente me transformó.

El carro emprendía la marcha, y yo,  deslumbrado por su belleza, suspiré; adentrándome de a poco en sus tersas pupilas, dejándome abrasar por la imprevisible dicha, dejando que mi corazón, bajo ese mismo ocaso inexorable, haga del cielo, su lienzo infinito. Sentía el alma querer salirse de mi cuerpo y ajeno a lo que ella  pensaba de mí, me tomé la libertad de darle un beso imaginario.
 
Las gotas de sudor que temblorosas recorrían sus mejillas, abriéndose paso entre la suave piel de su cara, humedecían el blanco pañuelo que minutos antes había extraído de su bolso.
-¿Cuál es tu nombre? – Fue la pregunta que liberó el timbre de nuestras voces, - Me llaman José,  José Luis-  gusto en conocerte. –A ti, te permitiré llamarme Pepito- le dije en son de broma y sonrió…  -  ¿Podemos ser amigos?  Le pregunté…
Coincidieron nuestras miradas entre los evasivos rayos de luz atardecida;  y, cayeron en la convicción,  de que, el amor rondaba por nuestro lado.

Libres corrían por mi mente, las renovadas ilusiones que impetuosamente yo anhelaba hacer realidad.

-Mi nombre es Salomé… María Salomé… para serte sincera, no me gusta mi primer nombre, puedes llamarme tan sólo,  Salomé - …  
Nos dimos la mano al mismo tiempo que una extraña energía recorría por mis venas. La intensidad del momento me flagelaba piadosamente, me hacía sentir por primera vez mariposillas en la panza. Tenía miedo y dudas, pero las ganas de perderme en sus labios, de adentrarme en su vida y enamorarme más de la cuenta, me empujaban constantemente a buscar su lucífera mirada.  

Caballerosamente tomé su mochila para acomodarnos en aquel viaje de regreso a casa… ¡Uff!  ¿Qué más llevará aquí?... pensaba, mientras sostenía la pesada talega de libros.
Sin desperdiciar aquel vespertino encuentro, me dejé  embriagar por el exquisito perfume de su piel, mientras algo de mí,  quizá mi sensatez, empezaba a perder el equilibrio.

Sintiendo el acecho visual de la gente…ahí, estaba yo, como sediento que había encontrado un sorbo de agua en medio del desierto, bastaba un sólo movimiento de sus húmedos labios para hacerme cambiar de colores.
Nos habíamos convertido en el blanco perfecto de las inconmensurables críticas que a nuestras espaldas, a modo de protesta, impulsaban aquellos que no entendían lo que nuestros corazones querían vivir a plenitud.

Mi aspecto medroso me había puesto en la mira de una dama de “cabellera blanca”, quien al observarnos fijamente, recordaba en nosotros, los años idos de sus desaparecidos amores.  
-¡Oh… los tortolitos!...  a baja voz y en tono burlesco, expresaban algunos.

Sumido estaba yo, en el fugaz deleite que me ofrecía su presencia y su atención, aferrado a su imagen, pensando más en ella que en mí, a tal punto que, se me olvidó entre los lamentos ajenos a nuestro encuentro, que la tarde moría irremediablemente y tocaba con tristeza despedirnos… yo tenía la plena seguridad de que volvería a encontrarla, pero la certeza de que aquello iba a suceder, no bastaba. ¿Quién no quiere hacer que en momentos como estos, una hora tenga mil minutos?... la verdad, deseaba en ese instante, tener el poder de detener el tiempo, paralizar cada movimiento a nuestro rededor, mientras sus  miradas sigilosas se cruzaban con las mías y sus bellos ojos claros me hacían entender las paradójicas y filosóficas cosas del amor.   

Después de aquella despedida, uno tras otro, los días marchaban, como queriendo apresurarme hacia los hechos mismos que me esperaban no muy lejos de aquel fantástico momento en que la conocí…

Las calles de San Francisco, volvían a confundirse entre el murmullo incomprensible de los transeúntes… La  invité a recorrer el viejo y desolado malecón de aquellos días, era un sendero de ruinas, a orillas del rio Milagro, lugar predilecto para los amantes, quienes, bajo la complicidad de la brisa fluvial, en su momento, construyeron con promesas, sus ilusos y babélicos “castillos para el amor”.
Temía que rechazara mi invitación, temía que me dijera: ¡No puedo!... y para sorprenderme aún más, aceptó…. Sentí como de pronto, la piel se me erizaba. Ella causaba en mí, un huracán de sentimientos. La dulzura de su ser, era ese “algo” con el que, podía conquistar y tener a su merced,  hasta a los mismos dioses mitológicos.

Marcó mi vida, aquella cita. ¿Quién iba a imaginarlo?,  la oportunidad de tener a alguien a quien amar, alguien que compartiera mis locuras, mis descabellados sueños, mis tristezas, residía a tan escasos centímetros de distancia. Tenerla frente a mí, sentir el tacto suave de sus manos me descarrió de pronto por un ese  laberinto, al que muchos, después de descubrir el amor, llaman “felicidad”.

Sus cabellos se dejaban dominar por la brisa veranera, y el encanto, fluía de ella a lo natural… yo estaba ahí, ensimismado e incrédulo, pero sin desistir a la tentación de mirarla fijamente, lucía tan hermosa con su uniforme académico.

Inevitablemente le hablé de amor, de ese amor que se agigantaba en mi corazón, avivado por la esperanza de llegar a ser algo más que su amigo,  todo encajaba con mis sanas pretensiones: las masas de avecillas que sobrevolaban la rivera, la tarde, su mirada; y, hasta ese mismo paisaje decadente.
Seguí hablándole de amor, aun después de caer en cuenta que, había huido de mi boca y de mi mente, aquel sutil argumento ensayado horas antes del encuentro. Seguí hablándole de amor, y de mi amor por ella, con las palabras mismas que a baja voz, me dictaba el alma.
A veces el destino cambia  las cartas con las que firmemente crees ganaras el juego, y lo curioso es que al final de cuentas, terminas ganando, aunque tu estrategia no haya servido de nada.

Su dulce voz me devolvía a la tierra… aún hoy, no encuentro la manera de describir plenamente lo que me hizo sentir cuando me dijo:
- Sabes, tú también me gustas mucho, claro que acepto ser tu novia…

Aconteció de repente… la volví a mirar, y escoltados por el silencio de aquella grata respuesta,  sin pronunciar más palabras, dejamos que nuestros labios se soltaran a besos… ¡Sí!... la besé, y aquel exergónico contacto entre los dos me mantuvo el resto del día pensando, codiciándole al bienaventurado tiempo, otro momento para expresarle lo bien que le hacía a mi vida.

Cuando se está enamorado los besos saben a miel, vas por la vida brindándole una sonrisa a todos, a todo… descubres que en sí,  anatómica y espiritualmente estas formado de sentimientos, sentimientos que germinan apasionados con tan sólo escuchar dos palabras.

Salomé y yo, nos juramos amor eterno, a sabiendas de que las promesas son como gotas de lluvia en la calzada, se desvanecen con el primer rayo de sol.
Nos prometimos tanto en tan poco tiempo, sin imaginarnos siquiera que el amor suele ser verdugo y salvador a la vez.

Imperecederas han sido las tardes aquellas, en las que siempre pretextábamos de algo para no asistir a clases y refugiarnos en aquel bar que se había convertido en nuestro cómplice. Fuimos los mejores clientes de aquel lugar, aunque el hecho de serlo, no evitaba que la manager del local nos regañara cada vez que por casualidad o descuido nos encontraba pretendiendo descubrirnos entre besos y caricias atrevidas.
Éramos apenas unos niños, queriendo plasmar en esas horas vividas, nuestra historia.

Las mismas calles, el mismo bar, los mismos lugares donde incontables veces nos prometimos tanto, entre momentos alegres y conflictivos, testan hoy las vivencias y las locuras que en esa época quedaron… ¡Nuestra mocedad!... cuanto le amé…

Con ella cada día se convertía en una verdadera aventura, ¿yo?… encantado, porque, surcando los senderos de la posibilidad, vivíamos a plenitud cada segundo, cada abrazo. Escuchar de sus labios un “te amo” era como tocar el mismísimo cielo con mis manos.
La amé, con la intensidad, irresponsabilidad e ilusión con la que se ama una sola vez en la juventud. Y muchas veces también la juzgué sin motivos, cobijándome en el miserable acto egoísta, de quererla en cuerpo y alma sólo para mí.


Por mi mente, hoy se desliza su recuerdo, me parece verla hablar… ¡Sus labios se mueven!, más el vaivén de las noches de luna llena, se han llevado la eufonía de sus palabras.  
Desde esos días de gloria para mi corazón, hasta la fecha, muchos años han pasado, impregnándome en el espíritu la necesidad y la  nostalgia; necesidad, de volver a encontrar, en este presente cruel, un  poco de pasado para llenar de ilusiones mi futuro y, nostalgia, porque a mi alma se le enraizaron las vivencias del primer amor.

Era el día veinte de aquel enero, fatídico mes que me ha dejado huellas incurables hasta la luz de hoy. La calurosa temporada de invierno empezaba a sentirse con más fuerza y un embaucador presentimiento me hizo dudar de sus promesas. La vi con él, andaba más bella que de costumbre. Los celos ensombrecieron mi razón y por un momento olvidé los múltiples juramentos que le hice bajo la luminosidad de esos inolvidables días, cuando sus labios mojaban los míos. En un fugitivo arranque de ira, sin escuchar razones, la hice culpable de mi desolación y entonces,  injurié su debilidad…… ¡Maldita actitud la mía!…
Han llegado a mi mente, como queriendo arrebatarme la tranquilidad, aquellas escenas.
Sus ojos dejaban notar un brillo melancólico e hiriente, el carro detenía la marcha para dejarla en su anunciada parada y lo último que escuché de sus labios me estremeció, a tal punto, de remover los cimientos de mi rebelde conciencia ¡José!..¡Nunca te mentí!... y se marchó, aun cuando el eco de su voz retumbaba en mi cabeza.
Un nudo en la garganta, me obligaba a sentir el sabor amargo de ese trago, que por más alcoholizados que estemos, muchos nos negamos a probar: “el adiós”… Las manecillas del reloj aproximaban la noche, mi cama destinada a convertirse en un mar de lágrimas, esperaba; lejos, muy lejos, un horizonte de nubes rojas despedían la jornada y los noctámbulos grillos  preparaban el concierto más triste.
Con deseos de morir me preguntaba: ¿Por qué?... ¿Por qué la dejé ir?... ¿Por qué no le pedí perdón?... Me costaba asimilar la cruda realidad, fue mi culpa que todo acabara así.
¿Cómo sobreviví a tanto dolor?...Aún no lo sé…esa noche fue, sin duda,  la más larga en mi vida.

Desgraciadamente, cuando un amor se va, y toca enfrentar solo los embates de la tristeza; las fuerzas abandonan el alma y hasta las cosas que requieren nada más un poco de voluntad, te parecen imposibles, inalcanzables… pierdes la noción del tiempo y del lugar, caminas sin vivir tus pasos.

Renuncié a casi todo… y llorando me sorprendieron los últimos crepúsculos de ese verano. Embriagándome con las añoranzas que había clavado en mí, la gitana, anduve entre inexorables soledades, sin rumbo y sin que me importara absolutamente nada más que ella.

Entre las huidizas sombras diurnas y nocturnas que a veces  son como dádivas del tiempo,  llegó marzo del año dos mil. Recuerdo, el invierno y la soledad atormentaban mi alma… de Salomé, me habían quedado: la evocación de los días vividos y algunas cartas en las que prometía “estar conmigo siempre”…  Aconteció entonces lo que sería la última vez… todos reían llevados por la contagiante alegría de ver a las chicas, al fin recibir su título de maestras. Yo, en un rincón esperaba, atado a la inverosímil esperanza de que ella volviera a amarme como la primera vez.
Era fría la noche aquella, y el calendario marcaba de fecha veintitrés de aquel mes, volvieron a  dirigirse a mí sus ojos,  pero en su mirada pude sentir que no estaba contenta de verme ahí, en tono lastimero, una de sus “amigas”  me hizo entender que a la gitana, le incomodaba mi presencia.
Pensé que la razón a su actitud, tal vez, era el hecho de que sus  padres hayan estado presentes, pero lastimosamente, me equivoqué.       

No hay sentimiento más hiriente que el desprecio y es que nada se puede dar si en el corazón no queda nada… “cada ser humano es un mundo diferente”, es cierto… y a veces de nada sirve intentar ganarse el cielo dándolo  todo a cambio de nada, amando aún sin ser amados…

Fue más dolorosa la indiferencia que había crecido en ella en tan poco  tiempo, -aunque para mí pareció una eternidad-, pensé por un instante que merecía mucho más que su apatía, y por ello no me afané en buscarla para pedirle perdón.
He cometido en mi vida innumerables errores, pero este tonto acto de vanidad que no me dejó en su momento decirle lo que en verdad significaba para mí, es el que no logro perdonarme todavía.

La foto del recuerdo… el brindis por los éxitos alcanzados… las intervenciones elocuentes y las lágrimas de quienes en realidad habían aprovechado todo ese tiempo para forjar amistades, consumieron ligeramente las horas. La vi alejarse y despedirse de todos, menos de mí, decidida a partir, de lejos me observó, se acercó a Lizbeth,  una de sus compañeras, y como sintiendo lastima por mí, le pidió me entregase  una flor que había llevado en sus manos durante la ceremonia de graduación.
Recuerdo aquella noche, caminé aproximadamente doce kilómetros para llegar a casa, y a cada paso mi mente,  mi corazón, mi alma, todo mi ser, protestaban en contra de mi cobardía.
Algunas horas, después de tanto caminar por la oscura carretera, algo cansado, caí sobre mis rodillas al filo de esa misma estrada, supe entonces y reconocí que la vida es un manojo de oportunidades y que todo lo acontecido, encajaba en el momento y en lugar exacto, estaba en mí la decisión y no tuve el valor para arriesgarme, no moví un solo dedo a favor de mi felicidad.
Desde aquel tiempo, lucífugo sobreviví, llorando a ríos esa derrota, echando mis lamentos al viento, leyendo una y otra vez, el mensaje que había plasmado en mi camisa del colegio, con su propio puño y letra, todo como presagiando la despedida: “Mi gran amor, quiero que nunca cambies y que no olvides cuanto te amo”…

Relatar los momentos que sin ella pasé, es abrir las heridas por las que aun convalece mi corazón.
 
En ausencia de sus besos y de sus caricias, fugaces fueron mis días, se alejaron, sin dejarme en la piel nada más que arrugas. Mi vida no fue la misma después de  aquella noche y aunque otros rumbos tomé, pretendiendo olvidar y empezar de nuevo, las desilusiones y del desamor jamás dejaron de seguirme los pasos. Entre más lejos procuraba estar yo, sentía que mi necesidad por verla, te tornaba indomable. De a poco en mi alma, la espera echaba raíces, intentando borrar a su paso los sueños mismos y las esperanzas.

Inmerso entre los tantos versos incoherentes, faltos de semántica y de nociones idílicas,  que a su nombre le escribí, me pase la vida… y acompañado por los tristes lamentos de mi guitarra, cantaba, todo por ella, que aunque no me escuchaba, prefería sostenerme en la ilógica idea de que, si lo hacía.
 
La lloré tanta veces: bajo la luna testigo de mis tristezas, bajo el sol, bajo la lluvia, bajo los días sombríos… la lloré, hasta sentir  que mis lágrimas llevaban mi mesura hacia la decadencia.

Recuerdo cada 14 de enero que pasé, a manera de un rito habitual, “elevando plegarias al cielo en su nombre, brindando por ella a solas, hablándole a su fotografía… ¡Feliz cumpleaños mi gitanita!”...

A merced de los relojes desigualados, tras muchas horas vividas en la imperecedera desolación, otra puesta de sol me cazó desorientado,  abatido y sin destino, no sé dónde, pero ya eran las dieciocho horas y cuarenta y un minutos, de aquel nueve de Marzo del año dos mil dos, cuando ella, vestida de blanco e indudablemente feliz… se  encauzaba a la vida conyugal.
Pude sentir que el olvido al que me condenó, oscureció aún más  mi  existencia.

Se casó por amor y  por amor se convirtió en la mamá de María José… (Nombre reservado para nuestra primera hija).  

La vida misma se asemeja a las aguas de las vertientes que imparables hacia el mar se deslizan, las decisiones que tomamos son como flores desmigajadas que a estas aguas lanzamos,  nunca más las veremos regresar,  porque el paso del tiempo y la llegada de la muerte son incuestionablemente irrevocables, dos cosas a las que mayormente la gente teme.

Nunca logré olvidarla, lo intenté, decidido emprendí el viaje hacia el olvido, tantas veces como pude, pero toda intención de arrancarla fue vana.

Ocho inviernos habían pasado, hasta aquel 29 de octubre de un año que me duele recordar, las tormentas acontecidas en mi vida después de ella y tanto tiempo en espera, pensando y anhelando recuerdos, habían dejado mi cuerpo en un estado anoréxico. Tenía yo la errada convicción de que su matrimonio le había arrancado hasta el más mínimo recuerdo mío, pero una inesperada tarde, cuando el mismo sol que acompañó nuestros días mozos, abrasaba los cañaverales y mi esperanza marchita yacía agonizante, mi jefe me dijo: -“Luchito, te buscan”… Era un día de aquellos en que la gente quería hacer de mí un clon; dejé las hojas sobre el escritorio y a un par de clientes esperando. -¡Oh… no! ¡Justo ahora! ¿Quién viene a interrumpir? – pensaba, mientras me dirigía a la puerta.
Estaba algo molesto, no por la visita, sino por la presión que había y el trabajo pendiente, pero, a pesar de todo, acepté hablar con quién me buscaba.
Fue tan grande mi impresión al verla ahí… que aún hoy, me es difícil hallar palabras para detallar las emociones que en mi cuerpo se mezclaban en ese instante… desconcertado estaba yo, no lo podía creer… ¡no!, hasta que tan maravilloso espejismo  con una voz cambiada, pero siempre dulce, me dijo: ¿TE ACUERDAS DE MÍ?... Una mezcla de temor y alegría me congeló momentáneamente al escucharla.  ¿Quién en ocho años puede borrar del corazón tanto amor? ¿Quién? La vida entera no basta…  Aunque así fuera, lo único cierto del olvido es que es incierto, siempre quedaran cicatrices o algo que te lleve de regreso a ese alguien por quien a veces se ha dificultado tu respiración.
La miré, sin poder entender todavía que son escasas las veces en que el destino decide poner frente a los ojos de alguien lo que más ha amado y que de entre un millón de personas anhelando la oportunidad de un reencuentro, yo, precisamente yo había sido el afortunado.

Después de haber gritado a la nada en ese habitual y absoluto silencio que me acompaño por años…  ¡Quierooo encontrarteeee Salomeeeeé!...  Ella, en un día que no pensé y en la forma que no imaginé… me encontró.
Como si la tarde se hubiese propuesto eclipsarme cada segundo de aquel encuentro, me limitaba a hablar sintiéndome de nuevo feo e indigno, despeinado, enflaquecido, pero innegablemente feliz, sobre todo cuando me dijo:
“Tú, me acostumbraste a ser tratada con dulzura… me acostumbraste a recibir tus cartas de amor, a ciertas cosas que se quedan impregnadas en la piel y que yo misma no sabría hoy descifrar”…
Quise detenerla y decirle –YO AÚN TE AMO– pero mis ganas de abrazarla y besarla sin dejar escapar un suspiro fueron reprimidas por sus frases.
 – Que te puedo decir: Me va bien, tengo dos hijos, vivo en… estas son las fotos de mi hijo… aquí están con mi esposo -……
Por instantes sentía que mi sangre se detenía,  aparentemente me hacia tanto bien saber de ella, de su vida, pero dentro de mí, el dolor era inexplicable, sentía rabia de no poder decir tanto como quería, por razones de tiempo, de respeto quizá o cobardía, callé. El dolor provocado por la impotencia de tener frente a mí, lo que tanto pedía y no poder disfrutarlo, frustraba mis ensueños.
“¡Ya Luis, deje la conversa para otro día, aquí dentro le necesitan ” decía mi jefe.
No presté oídos, no por subordinar el llamado, sino porque no quería despertar, ni volver a mi realidad. Fue extraordinario caer en ese fortuito sueño,  que a toda costa, mientras la miraba, quise detener las horas.
Si bien, veinte minutos no son suficientes, para resumir las vivencias, sucesos de ocho largos años, quedé agradecido; pues haberme reflejado en su mirada en la fugacidad de esos segundos, me había devuelto cierta sensación,  mezcla de serenidad e impaciencia.  
Después de charlar un poco se despidió y yo quedé ahí, mirando al cielo y agradeciéndole a Dios, quien hizo posible que tanta espera sea recompensada. Incrédulo ante lo sucedido, mi corazón latía desesperado, pero me consolaba saber que iba a volver, me lo prometió antes de partir.
A través de los cristales la vi tomar el bus de regreso, a esas alturas de la vida, siendo la señora de Landázuri, y madre de dos hermosos niños, la responsabilidad halaba de ella cual un imán.

Muy lejana de ahí, había quedado María Salomé, mi loquita… Salomé, la que disfrutaba jugando al futbol con sus amigas de la academia… Ya era toda una mujer, forjada por los años y las incontables noches de pasión a las que sin temor y con amor se había entregado.
Caí en cuenta que todo había cambiado, ella y yo, después de años de ausencia, habíamos escogido nuestros destinos, quizás con erradas o acertadas decisiones, que en su momento tomamos a favor de nuestra felicidad. Ella, no quería que creciera la ilusión en mí, ningún tipo de afecto que se aventurara a cruzar los límites de la amistad, ¿yo?, como siempre… me negaba a entenderla….le pedía me deje amarla una vez más; aunque sea en secreto… convencido de que eso me bastaría para ser feliz.

En vísperas del invierno, decidimos jugarnos la suerte de revivir en parte este frenético amor. Un par de veces visitó mi habitación, algo temerosa de lo que podía acontecer me dejó besarla…. ¡Rayos! había olvidado que a ella le gustaba que lo hiciera lentamente… nuestros dientes chocaban, parecía la primera vez… ¡Calma por Dios! ¿Dónde quedó José y su fantástica forma de besarme?... me dijo…
A pesar de mi incontrolable excitación, no me negó esa dicha y dejó que su boca me devolviera a la vida.
Ya entre los mezquinos resquicios de tiempo que tiene la eternidad, pude refugiarme y consolarme en sus labios, en las fáculas de sus brillantes ojos cafés.

A la fecha, mil ciento veinticinco días han pasado… sin razón y causa el tiempo se ha vuelto mi enemigo. No hay despertar en el que su nombre no venga a mi boca, no existe noche en la que su recuerdo no invada mi sueño.
Me acostumbré a sus llamadas, a las horas en que aferrados al teléfono móvil, hablábamos de ella… de mí… de nuestras imposibilidades, de sus noches de placer y sexo con quien por derecho es su dueño, de mis noches de lujuria, de las inmensas ganas de amarnos desnudos a baja luz, de lo que debíamos callar para no causarnos más heridas.

Quizá, pronunció mi nombre, en momentos inadecuados.  ¡Qué coincidencia!, en alguna ocasión sin querer hacerlo, yo también llamé Salomé, a la mujer que se adueño de mi cama, a la madre de mis hijos.

He visto los días, uno tras otro apagarse inevitablemente en los desterrados ocasos. Recuerdo la última vez que sus compromisos comerciales la hicieron visitar el pueblo en el que actualmente resido, un día de abril, sentados frente el uno al otro en aquel restaurante, mirándonos fijamente; reclamé más atención de la que ella podía darme, - que absurdo -  yo pretendiendo de ella cosas imposibles. Hay veces en que el  amor suprime a la razón, nos vuelve ciegos e impertinentes, decidimos apostar todo y quizá por nada, sin pensar siquiera en la catástrofe que podemos crear al intentar revivir un pasado que solamente es eso… “pasado”.
Desde esos días, me parece verla caminar por la acera de la avenida principal y, busco distraído en las fisonomías de las chicas gorditas que cruzan las calles, a quien quizá ya no regrese.

En la exigüidad de mi cuarto donde alguna vez me vio llorar, hemos aprendido a convivir, la melancolía, su foto y yo.
A veces un cigarro, de vez en cuando un café, mi guitarra o una canción, traen de vuelta el libérrimo espíritu de la gitana que en su momento me amó con locura y que de la misma manera me apartó de su vida.
Quizá hoy, sólo me quiere, quizá solamente me piense… que se yo.

Ya el acrónico lucero que desde el cielo, me ha visto consumirme en días de desesperación, ha decidido no  acompañarme más en mi inadmisible terquedad de amarla tanto… No sé si deba esperar a que ella vuelva,  o resignarme  a que de una vez por todas  me deje en el tintero. Sólo sé que la muerte me alcanzará tarde o temprano, quizá con el tiempo mi alma entienda que alejarla fue una buena decisión que por mí, tomó el destino… quizá entienda, que cuando se ama, hay que estar dispuesto a recibir también desilusiones, pues no siempre se gana; hay que estar dispuesto a respetar el presente de el más hermoso de los pasados… ¡Ojalá!  lo entienda…  Yo, pretenderé fielmente arrancar de mis recuerdos, sus recuerdos, y voy a dejar que este amor se depure vagando descalzo  por los campos asolados… sé que aprenderá a ser fuerte, a subsistir con poco… tal vez con el pasar de los años, a no nombrarla más

  • Autor: Luis Eduardo Reyes (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 9 de octubre de 2010 a las 18:08
  • Comentario del autor sobre el poema: "LOS OJOS DE LA GITANA" MAS BIEN ES UN RELATO EL CUAL VIVI EN CARNE PROPIA... TRATA DE UN AMOR QUE NUNCA FUE MIO... DE LA RAZON DE MIS ARRANQUES..
  • Categoría: Fecha especial
  • Lecturas: 51
  • Usuario favorito de este poema: Edmée Cobo Giancáspero.
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Comentarios6

  • STELLA_CRISTINA

    bellisimas letras que las has logrado plasmar muy bien .TE FELICITA .LUCERO

  • Mortaliss

    Extraordinario, no hay mejor adjetivo y no necesita mas.
    Mis felicitaciones mi amigo
    Gonzalo

  • Ƹ̵̡Ӝ̵̨̄Ʒ ♥@ngel de kristal♥ Ƹ̵̡Ӝ̵̨̄Ʒ

    Felicidades, es maravilloso todos los sentimientos plasmados en tu poema mi querido Luis.
    me encanto "Yo, pretenderé fielmente arrancar los tatuajes imaginarios de su recuerdo, y voy a dejar que este amor se depure vagando descalzo por los campos asolados…"
    fascinante.

  • LAURA ZYANYA

    MARAVILLOSA NARRACIÓN!!!
    NO HAY MUCHO,O MAS BIEN,EN ESA PALABRA TE DOY TODOS LOS ADJETIVOS PARA TU TEXTO.
    UN BESO EN LA DISTANCIA!
    ZYANYA@

    • Luis Eduardo Reyes Púa

      TRANQUILA MUJER, A VECES DIGO PORQUE HABRÉ ESCRITO TANTO PARA ALGUIEN QUE YA NI ME RECUERDA... PERO ASI ES LA COSA
      GRACIAS POR PASAR POR ESTAS LINEAS CHICA.... UN ABRAZO ENORME. Y QUE DIOS TE CUIDES EN ESTA NOCHE ...

      • LAURA ZYANYA

        EN GENERAL ESCRIBIMOS SOBRE ELL@S PORQUE ES UNA FORMA DE DESINTOXICARNOS DE SUS RECUERDOS...
        DIOS CONTIGO,NADIE CONTRA TI...
        ZYANYA@

      • Edmée Cobo Giancáspero

        Me lo llevo a favoritos, para leerlo tranquilamente y disfrutarlo

        Un abrazo desde Santiago de Chile

      • Ana Maria Delgado

        Hola amigo poeta del hermano pais.... me agrado leer este texto que a mi humilde juicio conjuga elementos de narrativa corta y prosa poética..... no hay limite definible entre ellos, siendo este, un estilo atractivo e interesante al hacer la lectura. Además me agrado que hayas tocado un tema vivencial....

        Felicitaciones y un abrazo.



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