De la rinorrea a la congestión

Alberto Escobar

 

 

El parque se despierta detrás de una cancela. 
La escarcha temprana de enero hace contrapeso frente a la desolación del paisaje. El 
invierno que se devana no deja títere con cabeza. El frío, extremo, se deja sentir en
mi pituitaria —sigo padeciendo la misma rinitis de siempre—, y la mucosa que da 
sentido a mi nariz está claudicando poco a poco. 
Como cada mañana de martes me acerco a correr. Dicen que el deporte es salud, pero
en mi caso, correr era una cuestión de orgullo, de no dar el brazo a torcer frente al brazo
poderoso e inexorable del tiempo, que lentamente va torciendo la muñeca y bajándolo 
contra la mesa de una realidad que a la larga o a la corta se impone. 
Concluyo la carrera y me siento en un artilugio, dispuesto para el que quiera usarlo,
que simula el acto de remar, a fin de potenciar el tren superior y mantener así
una lozanía que tiene a buen seguro pronta fecha de caducidad. 
Después de sentarme en otro aparato y ejercitar otros músculos me tiro en el césped. 
Cuando me tiendo sobre la fragancia de la grama no lo hago por puro hedonismo, sino
porque me dispongo a hacer unas abdominales y unos glúteos antes de dar por concluída
la sesión. 
Os preguntaréis que todo esto a qué viene. Pues viene simplemente a que, mientras hago
las abdominales veo un mirlo posándose sobre un tocón de madera oscura, de una amplia 
base y que perteneció sin duda a un árbol robusto, criatura de dios que ahora duerme en 
un cielo que debe ser distinto al nuestro —el cielo de los árboles—, un cielo limpio de nubes
y con un sol que debe reverberar contra la tersa superficie de las hojas. 
El mirlo, diría que macho por el negro azabache de su plumaje, no deja de introducir el 
naranja de su pico entre las hendiduras intentando llevarse un gusano a la boca, el hambre
acecha y el parque, que tirita de frío, va sumiéndose en una espiral de carestía preocupante.
Mientras ando para volver a la rutina, la nariz, que más parecía una fuente, era un sinfín
horrísono de mucus y putrefacción, y la mucosa que la tapiza va tomando una rojez cálida
hasta producirme un prurito, que a la vez de placer me genera preocupación.
Ya en casa, con la ducha de agua fría de rigor, la rinorrea remite a niveles más tolerables
pero todavía persistentes. Me pregunto cuándo cesará esta crisis rinítica que me azota, 
que ya van para tres meses con sus idas y venidas —nunca antes había vivido un episodio
de estas características en mi ya dilatado viacrucis. 
Ahora, que estoy escribiendo, todo está en calma; mi nariz entra en la quietud inherente
al acto de escribir, ese replegarse contra sí mismo, como cuando cogemos dos calcetines,
los unimos para emparejarlos y le damos la vuelta para que permanezcan juntos, hechos
una pelota, en el fondo del cajón. 
Pongo aquí el punto y final para que, querido lector, descansen tus ojos, descanse mi nariz,
y si tienes sed o hambre vayas a la cocina a llenar tus ganas, que ya es hora...

 

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