Tristán e Isolda.

Alberto Escobar

 

Isolda sucumbió 
a los encantos de Tristán. 

 

 


Marcos, su prometido,
el señalado, su destino. 
Acaudalado, general en jefe.
Apellidado de la más alta alcurnia.
Futuro de riqueza y presente. Promesa.
Tristán: casualidad, magia, sintonía.
Isolda:  núcleo de un sintagma, alma 
del castillo de los Walsburg —esto, mentira.
El aire era amor, orquesta, violines, azahar.
Una mirada, una sentencia, no era ciencia.
Sus pupilas se hicieron una, verdes las de ella, 
marrones las de él, y una geografía de amor 
los anegó sin remedio; ella, loca, él con un caballo
en el pecho y el resto, puro relleno.
Una música tras otra amenizaba las viandas.
Los invitados eran todo halagos y parabienes
e Isolda, que debía entregarse a Marco, fue pirueta
en el viento, giro en el tiempo, quiebro del destino. 
Marcos se dio cuenta. Tristán y ella fueron uno. 
Marcos se acercó a Isolda para saber.
Ella no lo vio venir, solo tenía ojos para Tristán. 
Marcos se puso frente a Isolda para que lo viera.
Marcos le pregunta qué le pasa y ella, apenas
alzar la comisura de sus labios puede. 
Marcos le repite la pregunta, Isolda no sabe, no contesta. 
Tristán, que ve el percal de que está hecha la tela, 
se queda fuera, expectante, disfrutando de la victoria. 
Isolda le mira, busca refugio, trágame tierra.
Marcos insiste, ansía respuesta, no da crédito. 
Isolda agacha la cabeza, no sabe qué decir. 
Marcos gira su espalda y se aleja, adiós definitivo. 
Isolda contenta; felicidad salvada, Inhiesta. 
La música suena ajena, el jolgorio no se entera
del giro copernicano, la boda no se celebra. 
Isolda hace mutis sin que nadie se dé cuenta.
Tristán le dice con señas que abajo la espera.
Ella asiente, sonríe, sus ojos estrellas. 
Marcos se desliza entre la multitud, busca 
sus aposentos, llora la pena, abatido, sin receta. 
Todo al garete. No hay mal que por bien no venga. 

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